Lucas 2, 1-6. Lucas 2, 41-52
«Allí nació su hijo y lo envolvió en pañales y lo acostó en el pesebre, porque no había alojamiento para ellos en la posada»
«No tenemos una vida perfecta, una vida soñada. Tenemos una vida llena de debilidades y grandezas. De logros y fracasos. Una vida pobre. Una vida digna del amor de Dios»
Me conmueve siempre arrodillarme ante el Belén esta noche santa. Dejar a un lado todo lo que me pesa, lo que me agobia, lo que me inquieta. La bolsa pesada que cargo en mi espalda. Dejar de lado mis agobios y mis miedos. ¿De qué me sirven? En la película «El puente de los espías» le pregunta el abogado americano al espía ruso cuando está siendo procesado: «¿No le preocupa?». Y él le contesta: «¿Serviría de algo?». Es verdad. De poco sirve preocuparnos, agobiarnos por la vida, sufrir por lo que no ha sucedido. Sirve de poco, es verdad, pero no dejamos de hacerlo. Nos agobiamos, nos preocupamos. Pretendemos calcular los días que nos quedan, cuando Dios ya los tiene contados. No sirve de nada perder el tiempo y la energía temiendo posibles resultados negativos. Agobiarnos por no poder solucionar todos los problemas que surgen. Por eso me gusta llegar al Belén y entregar lo poco que tengo, como los pastores, como los Reyes. Entregar mis temores y agobios para quedar más libre, más ligero de peso, más feliz. Dárselos a Jesús y decirle que mi vida está en sus manos, que es suya. Que si Él me toma en sus brazos nada temo. Como una barca mecida por las olas del océano que sólo espera que se calmen las aguas y confía. Por eso me gusta arrodillarme ante el Belén, volver a dejarlo todo, volver a confiar. Saber que en el Belén me siento en casa y confío de nuevo. Descanso y me sé amado. Me gustaría que, al llegar a esta noche, mi corazón estuviera lleno de agradecimiento por mi vida. Por lo que Dios me entrega y hace conmigo. Por lo que me ha regalado en este año. Por las conquistas que ha logrado en mí. Quiero repetir las palabras de una oración del P. Kentenich: «Gracias por todo, Madre, todo te lo agradezco de corazón y quiero atarme a ti con un amor entrañable. ¡Qué hubiera sido de nosotros sin ti, sin tu cuidado maternal! Gracias porque nos salvaste en grandes necesidades. Gracias porque con amor fiel nos encadenaste a ti. Quiero ofrecerte eterna gratitud y consagrarme a ti con indiviso amor». Quisiera saber agradecer. Se me olvida tantas veces. Me quedo en lo que no tengo, en lo que me falta, en lo que no sucede. Miro mi vida y pienso antes en lo que podía ser mejor que en lo que tengo. Pienso en lo que no controlo, en lo que yo no decido, y me da miedo. Por eso tal vez no sé agradecer con facilidad por el amor de los que me aman y el reconocimiento de los que me reconocen. No sé valorar las pequeñas ganancias en las grandes pérdidas. Antes bien me fijo en el desamor de los que me ignoran y en el desprecio de los que no me aprecian. ¡Cuánto me cuesta ser agradecido! Tal vez me falta práctica. ¡Con cuánta frecuencia vivimos quejándonos de lo que no tenemos! No nos ha tocado la lotería. No nos han dado tantos regalos como deseábamos. No hemos logrado todas las metas que soñábamos. No nos admiran todos, ni todos nos quieren. No hemos comprado la casa soñada ni tenemos el mejor coche. No nos quieren tanto como quisiéramos nosotros. Ni tanto como creemos que nosotros amamos y merecemos. Nos cuesta agradecer con un corazón de niño por lo que la vida nos da sin pedirnos nada. Sin exigir más de lo que tenemos. Nos gustaría vivir relajados sin temer tanto el futuro. Postrarnos ante el Belén y agradecer por nuestra vida imperfecta, llena de defectos. Decía el Papa Francisco: «No existe familia perfecta. No tenemos padres perfectos, no somos perfectos, no nos casamos con una persona perfecta ni tenemos hijos perfectos. Tenemos quejas unos de otros. Nos decepcionamos los unos a los otros. Por lo tanto, no existe un matrimonio saludable ni familia saludable sin el ejercicio del perdón. La familia tiene que ser un lugar de vida y no de muerte; territorio de curación y no de enfermedad; etapa de perdón y no de culpa. El perdón trae alegría donde un dolor produjo tristeza; y curación, donde el dolor ha causado enfermedad». Me gusta esa mirada sobre mi vida en Navidad, sobre mi familia, sobre mi mundo. No tenemos una vida perfecta, esa vida soñada que esperábamos. Tenemos una vida llena de debilidades y grandezas. De logros y fracasos. Una vida pobre. Pero una vida digna del amor de Dios. Por eso, al mirar mi vida, quiero hacerlo conmovido, agradecido, alegre. Sin quejas, sin tristeza. Porque soy valioso a los ojos de Dios. Quiero tener un corazón agradecido. Sé que es un milagro, porque mi corazón exige y demanda. Necesito comprender que todo es don, que nada es un derecho. Entrego el corazón vacío. Necesitado, pobre.
Se cumplen este año cincuenta años del regreso del P. Kentenich del exilio. Cincuenta años de su vuelta a Schoenstatt después de catorce años en Milwaukee. Cincuenta años del viacrucis más duro de su vida, catorce largas estaciones. Fue su segunda prisión, después de Dachau. Después de tanto tiempo, al poder atravesar esa nochebuena el umbral de la puerta del santuario original experimentó en su corazón un profundo agradecimiento. Se arrodilló ante el Belén y dio gracias. No guardaba rencores ocultos. No llegaba lleno de amargura. Todo lo contrario. Estaba feliz, agradecido a Dios. En ese milagro de la nochebuena había experimentado la inmensa misericordia de Dios hacia él. No lo esperaba y estaba ahí de vuelta, en el lugar donde había comenzado todo hacía ya muchos años. En toda Navidad la misericordia se abaja para encontrarse con nuestra debilidad: «En lo sucesivo, y más que nunca, reconoceremos tener ante Dios dos derechos: su infinita misericordia y nuestra miseria insondable. Con agrado rezamos: Querida Madre, vela para que nos experimentemos hijos del Rey, hijos llenos de miserias y dignos de misericordia, y de este modo vivamos convencidos de que somos predilectos del amor paternal e infinitamente misericordioso de Dios Padre»[1]. Queremos ser agradecidos como lo fue el P. Kentenich después de un largo tiempo de exilio. No tenemos derechos. Todo es un regalo de Dios en nuestra vida. El amor de Dios nunca es merecido, se nos da como un don. Es infinito y nuestra capacidad de amar es finita. No lo podemos ganar a base de esfuerzo, de méritos, de un buen comportamiento. Decía el P. Kentenich: «No nos apoyaremos tanto en lo bueno que hayamos hecho, ni en el derecho a una merecida recompensa, sino que confiaremos en todas las circunstancias en la infinita misericordia del Padre Dios y también en nuestra propia miseria, en tanto la aceptemos alegres y seamos conscientes de que así atraeremos la misericordia de Dios sobre nosotros»[2]. Justamente Navidad es misericordia. Es un amor infinito que se abaja para colmar nuestra sed de infinito. Queremos mirar a Jesús en Belén, a María, a José. Queremos mirarlos conmovidos. Me gustaría expresarle de rodillas a Dios mi amor sencillo. Como una persona que selló hace un tiempo su alianza de amor. Muchos leen sus oraciones al sellar su alianza de amor con María. Algunas son más largas, otras más cortas. Esta mujer no leyó su oración. Simplemente la colocó sobre el altar con sencillez, en silencio, conmovida. Y se fue a su asiento. Después de la celebración se acercó a mí y me enseñó su oración. No buscando mi aprobación, simplemente compartiendo lo más sagrado. Era breve, muy breve y muy sincera. Dijo lo más importante: «Madre, te entrego mi corazón». Me gustó su sencillez. Me tocó su hondura. Dijo lo más valioso que le podemos decir a María con pocas palabras. Lo único que de verdad merece la pena, lo más valioso. Se lo entregó todo. No pidió nada. ¡Tantas cosas que le pedimos a María! ¡Tantas veces suplicamos que nos solucione nuestros problemas y agobios! Esta mujer no pidió nada. Ni una vida perfecta, ni amores perfectos, ni sueños que se hicieran realidad. No quiso que se solucionaran todos sus problemas. No exigió amor a cambio de su entrega. Simplemente le entregó su corazón, su vida, su alma. Con sencillez, humildemente. Lo entregó todo. Hoy que llego al Belén me pregunto qué le entrego yo al Niño. ¿Llego agradecido? ¿Le entrego mi corazón para que pueda nacer en medio de mis miedos y agobios? ¿Qué le digo en esta noche? ¿Qué cosas callo?
Me gusta la imagen de la puerta santa al pensar en la Navidad. Me gusta la puerta del portal de Belén que se abre ante mí. Pequeña, frágil. Invitándome a entrar vacío de mí mismo, esperando llenarme de Dios. En la vida encontramos muchas puertas. Algunas están cerradas. Otras se abren fácilmente. A veces dentro no encontramos nada. Otras veces encontramos lo inesperado y se llena el alma. Hay puertas de madera, antiguas, llenas de historia. Y otras puertas modernas, más sofisticadas. Puertas que dejan ver el interior, de cristal, trasparentes. Y otras puertas pesadas, opacas, difíciles de abrir. Puertas resistentes a los robos. Puertas con llave. Nadie las puede penetrar. Puertas sin cerradura. Puertas frágiles que fácilmente ceden. Que no resisten un simple empujón. Me gustan las puertas. Las abiertas y las cerradas. Me gusta detenerme ante ellas. Tocarlas, abrirlas. Llamar golpeando con mis nudillos. Llamar acariciando la madera. Mirarlas e imaginar lo que ocultan, lo que esconden. Esperar a que se abran. Presionar para que cedan. Dejar las puertas cerradas a un lado sin querer forzarlas. Buscar otras puertas, otras ventanas que me permitan seguir el camino. No empeñarme en las cerradas. Hay que aceptar la vida como viene. Y la vida tiene muchas puertas. Nuestro propio corazón tiene una puerta, y una llave. A veces lo tengo cerrado y no dejo que se abra. El corazón de Jesús también tiene puerta. Sin llave. O mejor, con una llave, la de la misericordia. Sólo si amo de esa forma puedo entrar. Parece sencillo. Pero pocas veces amo como Jesús ama. La puerta de mi alma se abre hacia fuera, lo sé. Jesús no la presiona. Espera, aguarda paciente. Se abre cuando no soy egoísta, cuando me vuelco en los hombres. Cuando me doy, cuando me desgasto. Abrir la puerta me expone, me muestra vulnerable. Ante Dios, ante los hombres. ¡Me cuesta tanto abrir la puerta de mi alma! Decía Jean Vanier: «Ni la ciencia ni la tecnología tienen los medios para liberar los corazones y abrirlos al amor y al compartir. El psicoanálisis puede liberar de algunos bloqueos, pero no puede cambiar un corazón de piedra en un corazón que ame; no puede dar la vida, la esperanza y el gusto por el compartir. Es nuestro corazón humano y egoísta el que debe ser transformado desde el interior. Yo creo que sólo Dios puede sanar desde adentro un corazón humano». Sólo Dios puede derribar la puerta de mi alma. Puede tirarla incluso aunque yo me resista a abrir. Puede entrar atravesando las paredes. Puede cambiarme por dentro aunque yo no quiera cambiar. Mi establo cerrado sólo espera que llegue a mí y lo llene de ternura, y lo transforme en morada de Dios. Por eso hoy quiero llegar ante el portal de Belén, ante la puerta santa del Belén, y suplicarle a Jesús que derribe mi puerta. Porque no puedo abrirla, porque me cierro y me cuesta amar. Una persona rezaba: «Querido Jesús, no quiero dejar de ser quien soy. Dejar de ser lo que soy en lo más profundo. Háblame siempre al corazón para volver a centrarme. Para decirme quién soy. Para que no olvide cuál es mi valor. Ayúdame a ser alegría donde vaya. Tú cambias mi realidad con tu presencia y le das sentido. Jesús, ven conmigo. Solo contigo puedo dar la vida, abrir mi puerta. ¡Qué difícil! Para mí es difícil. Quiero cambiar lo gris y llenarlo de color, de luz, de vida. Yo solo no sé hacerlo. Tú lo haces conmigo. Ayúdame». La puerta de mi corazón está cerrada. Tantos llegan esperando que abra. Tantos que me pueden llegar a incomodar en mi vida fácil. Es más seguro tener la puerta cerrada, me da miedo abrirla. Me da miedo confiar en los que llegan pretendiendo beber en mí, descansar en mí. Verdaderamente la puerta sólo se abre si Jesús me ayuda. Si me dejo abrir por Él. Dejar que Él fuerce mi cerradura y entre dentro. Lo cambiará todo con su presencia. De eso estoy seguro. Convirtió un pesebre sucio y pobre en un palacio. Transformó la vida de tantos al llegar a lo más hondo del alma. Son los milagros de amor que yo desconozco. Esos milagros que no sé pedir. Y que suceden cuando digo que sí, cuando me dejo hacer. Quiero decirle que sí a Dios. Decirle que no tengo miedo.
Este año se abre la puerta santa del corazón de Dios, del corazón de María. Y desborda una misericordia que no alcanzo a comprender. Porque me cuesta entender tanto perdón. Un perdón que no merezco. Porque no soy digno. Porque nunca seré digno. Es un don. Es gratuidad. Por eso me gusta detenerme en Jesús, en su vida y pensar en tantos momentos en los que mostró su misericordia sin pedir nada a cambio. Fue misericordia en sus palabras y en sus silencios, en sus gestos de amor, en sus abrazos. Cuando se detuvo ante el ciego y curó su ceguera. Cuando llamó a Mateo y pasó por alto su oficio. Fue misericordia al perdonar a la mujer adúltera, cuando otros querían lapidarla. Al compadecerse de los que tenían hambre y multiplicar panes y peces. Al convertir el agua en vino, cuando sólo su Madre había visto la necesidad. Al hacer milagros que nadie le pedía. Ante la hemorroísa que tocó su manto sin Él saberlo. Ante Lázaro que yacía muerto y conmovió su alma hasta las lágrimas. Ante aquel joven rico apegado a la vida que no era capaz de dejarlo todo y seguir sus pasos. Ante Jerusalén que no había escuchado su voz y buscaba su muerte. Ante Pedro al saber que le negaba en el dolor de la noche, oculto entre la gente. Al cruzarse sus miradas y encontrar el consuelo. Ante Judas en la última cena esperando que no lo negara. Ante el buen ladrón conmovido porque fue capaz de ver detrás de su sangre una luz de cielo. Ante los que le mataban sin misericordia y Él los perdonaba sin decir palabras. Sí. Jesús perdona siempre, comprende siempre, se compadece siempre. Y nos dice que Dios es un padre que siempre acoge al hijo pródigo y abraza con misericordia al hijo mayor que no comprende nada. Y me recuerda que Él es el buen samaritano que se detiene ante mí, cura mis heridas, me carga en sus hombros y me lleva a su casa. Y me dice que si soy perdonado en mucho, amaré mucho y seré capaz entonces de dar mi vida por entero. Me gustaría hacer mías las palabras de Santa Teresa de Jesús: «Mas esta fuerza tiene el amor, si es perfecto, que olvidamos nuestro contento por contentar a quien amamos. Y verdaderamente es así que, aunque sean grandísimos trabajos, entendiendo contentamos a Dios, se nos hacen dulces». Es la fuerza del amor que tiene aquel que ha sido tan amado. Pero a veces el amor recibido se olvida. Y no valoramos la misericordia que nos hemos encontrado. Y nos quejamos porque la sed es infinita y el amor recibido nos parece finito. Y no olvidamos nuestra necesidad y no pensamos en el contento de los otros y de Dios. Así me pasa tantas veces que no recuerdo el perdón que me han dado. Y me cuesta perdonar por encima de todo. Perdonar amando. Y me olvido de tanto amor recibido. Por eso en esta noche quiero recordar cuánto me han amado. Quiero volver a tocar la caricia de Dios en mi herida. Su amor inmenso tomando mi corazón herido en sus manos. Quiero ese milagro.
La puerta del portal de Belén es estrecha. Pero no estrecha porque exija una perfección moral que yo no tengo. No es estrecha porque sea más dura y difícil de atravesar que otras puertas. Es cierto que hay puertas grandes, inmensas, por las cuales puedo pasar sin esfuerzo. Me llevan a una vida feliz en apariencia, me prometen una alegría que parece eterna. Pero luego todo es pasajero. Y tras la alegría de la satisfacción, llega el desánimo. Y me asusto al ver que no se llena mi alma vacía. La puerta de la herida de Jesús es estrecha. Y la puerta de mi propia herida también lo es. La herida es honda. Y el vacío. La puerta que conduce a la vida verdadera es pequeña. Una persona rezaba: «Es bonito justo hoy en el inicio del año de la misericordia entrar por la puerta, tocar la puerta, pasar dentro. Pasar dentro de tu costado abierto. Dentro de tu portal en Belén. Dentro del corazón de tu Madre. La puerta siempre es estrecha. Siempre está abierta y dentro nos esperas, Jesús, déjame pasar. Es la puerta de la renuncia. Digo sí a esa puerta que es la puerta del cielo. Quiero acariciar la puerta de la misericordia y entrar por ella. No soy digno. Nunca lo seré. Eso no me atormenta. Así es la misericordia. Da miedo una puerta estrecha que me abre a la vida. Pero yo creo en tu misericordia. La trato de vivir cada día. La quiero derramar con mis manos». La puerta de Belén es estrecha. Hay que agacharse para entrar por ella. Es pequeña. Hay que hacerse muy niño para poder pasar, muy pobre. Y a mí me cuesta creerme ese amor sin palabras, ese abrazo eterno de Dios a su hijo. Ese amor que me hace niño, pequeño y pobre. Me cuesta creer que detrás de la puerta me espera esa sonrisa que no se decepciona con mis errores y caídas. Y yo llego a la puerta con mi miseria grabada en el alma. Pienso que mi miseria no me dejará entrar, y es justo lo contrario. La debilidad que me cuesta me hace pequeño. Y al ser pequeño, milagro, puedo pasar por la puerta. Sé perfectamente dónde me duele el corazón hoy, dónde me aprieta el alma. De rodillas me conmuevo al recordar el momento de mi herida, la manera en que me alejé de Dios, de mí mismo, de mis sueños, de mis deseos más nobles. Sé de mi infidelidad, de mi ruptura, de mi dolor. Todo queda grabado en el alma para siempre. Me gustaría arreglarlo, recomponerlo todo, borrarlo todo y volver a escribir esa parte de mi historia. Pero sólo puedo cargar con ello en el alma y tocar la puerta de madera, la puerta santa. En mi dolor me hago pequeño. Y entonces quepo y puedo pasar y tocar el perdón que no merezco. Y tocar una misericordia que no me corresponde por derecho, porque es don. Porque no es mía. Decía el P. Kentenich: «El hombre que ante Dios se reconozca pequeño y confiese su miseria, será en cierto sentido ‘omnipotente’ ante Dios y Dios omnipotente será a su vez ‘impotente’ ante él. Por eso aunque yo haya cometido sabe Dios cuántos pecados, lo peor que me puede pasar es cerrarme a Dios, endurecerme ante Él. Dicho en otras palabras: que no sea ante Él pequeño y niño. El hombre niño y humilde obtiene de Dios todo lo que quiere»[3]. Niño y pequeño. Parece fácil y no lo es. Me he vuelto adulto, demasiado grande para la puerta. Me cuesta ser como los niños que se dejan guiar fácilmente y confían. Yo me he endurecido. He cerrado la puerta del alma. Me he protegido bajo poderosas máscaras, detrás de muchas cerraduras. He construido un muro y me he elevado por encima de los hombres. Me creo más y mejor que otros. Miro con desprecio y juzgo sin misericordia. ¡Cuánto juzgo a los hombres! ¡Cuánto critico en mi alma! Y me creo mejor. ¡Cuánto cuesta ser como un niño y confiar! Y callar y aceptarlo todo con alegría. Y mirar conmovido como un niño la vida, sin agobios. Impotente en mi miseria. Pequeño y poderoso ante la misericordia de Dios. Pequeño para poder pasar con facilidad por la puerta estrecha. Me conmuevo. Me duele el alma y me alegra al mismo tiempo encontrar al atravesar el umbral su amor inmenso. Y abrazo a Dios con mis cortos brazos. Y le quiero. Y le pido que se quede. Es un abrazoque sueña con ser eterno. Quiero ser niño y al mismo tiempo descentrarme de mis agobios y deseos. Y poner al otro en el centro de mi vida y no buscarme a mí mismo. Quiero salir de mí mismo y renunciar a mi poder, a mi comodidad por acercarme el otro. Quiero hacer feliz al otro, valorarlo en su belleza, en su riqueza.
Me gusta en el domingo de la sagrada familia pensar en mi propia familia. Miro a María y a José y pienso en todo lo que puede llegar a ser mi familia si dejo que entre el amor de Dios. Pienso en todo lo que María puede hacer si me pongo en sus manos. El otro día leía: «La familia es el lugar del cambio, donde un día no es igual al otro. Lo importante es no tener como objetivo no equivocarse, porque no es esa la finalidad. La familia no es el lugar donde hay que demostrar no equivocarse nunca»[4]. En la familia podemos ser quienes somos. No tenemos que demostrarle a nadie cuánto valemos. En familia nos sentimos en casa. Tenemos un hogar. Descansamos. Hoy es un milagro que pueda haber familias sanas. Familias humanas y bien constituidas. Nos damos cuenta de tantas familias rotas que conocemos. Familias desunidas, familias en las que no reina la paz. El hombre va perdiendo la capacidad de crear vínculos sólidos y profundos. Vínculos auténticos, verdaderos. Decía el P. Kentenich: «Hoy se habla en todas partes de la debilidad, de la dificultad o de la incapacidad de contacto del hombre moderno. Una tremenda epidemia que penetra en todas partes. Causando daño no sólo en las relaciones interpersonales sino también en el seno de la familia. ¡Cuán a menudo hay que reconocer que los padres de hoy son ya hijos de padres que cuentan con una capacidad de amar perturbada!»[5]. Una capacidad de amar perturbada. Una incapacidad para amar de forma madura. En la familia es donde aprendemos a amar. Cuando no lo logramos en el seno de una familia sana, permanecemos heridos el resto de nuestra vida. En casa aprendemos a amar y a dejarnos amar. Es tan importante tener un corazón sano y capaz de crear vínculos sanos. El otro día leía: «El hombre adulto es el que está en paz con su propio límite, sabe que se equivoca y sigue adelante en la vida, por intentos. La madurez es esta: la capacidad de estar dentro del propio límite, intentando continuamente mejorar»[6]. La familia es el lugar donde se forman hombres conscientes de sus límites, responsables de sus vidas, capaces de darse por entero, de amar hasta el extremo. Hombres que se conocen y se aceptan como son. Pero no siempre es posible. Y muchas veces no resulta. ¿Cómo es mi familia? ¿Cómo son mis vínculos familiares? En Navidad a veces tenemos cenas navideñas llenas de tensiones. Lo que debería ser una fiesta es un trago amargo. Compartimos con personas a las que no vemos durante el año. ¡Cuánto nos cuesta amar con un corazón maduro! ¡Cuánto nos cuesta querer y perdonar a los que nos han ofendido alguna vez en nuestra vida!
Jesús tuvo familia y vivió en Nazaret en familia durante treinta años. Allí comienza descubrir su pertenencia profunda a Dios. Comienza a desvelarse lo más hondo de su alma, su nombre, su misión. Siempre es en familia donde sabemos quiénes somos. Todos lo hemos vivido, es un momento importante. El hijo comienza a afirmarse como alguien distinto, con sueños propios, con historia propia. El Evangelio de hoy nos cuenta uno de estos momentos en los que Jesús se introduce en la intimidad de su alma, descubre un nuevo camino y no vuelve a Nazaret con sus padres. Nos habla de un paso en el proceso de maduración en la vida de Jesús. Se pregunta quién es Él, para qué está en este mundo. Me conmueve pensar que José y María vivieron ese proceso. Las raíces de Jesús están en su hogar, pero ese día en Jerusalén comienza a descubrir su identidad, su hondura, su misión. Comienzan los tres a hacer un proceso. José y María se cuestionan sobre aquello que está desvelándose en Jesús. Tendrán que apoyarle, comprenderle, y sobre todo, respetarle y acompañar sus pasos. Pienso que este relato de la subida a Jerusalén en familia marcó quizás un comienzo para la familia de Nazaret. ¡Qué importante es aprender a ver lo original de cada hijo! A veces nos cuesta. Cuidar y servir lo original y no querer que repitan moldes. Es más fácil educar para que todos los hijos sean iguales y así se cubran mis expectativas. Es esta la tarea más generosa de los padres. Ayudar y respetar a que cada uno sea quien tiene que ser. Aunque sea distinto a mí. Aunque no lo comprenda del todo. Es el misterio hondo del alma de nuestros hijos que sólo le pertenece a Dios. Es importante poder vivir juntos este desafío como padres. Apoyarnos en ese proceso de comprender, de respetar, de estar en segundo plano y proteger cuando haga falta. ¿Cómo he vivido yo en mi propia familia ese proceso? ¡Cuántas veces los hijos sentimos que no podemos defraudar a nuestros padres, que no podemos fallarles en sus expectativas! ¡Cuántas heridas hay por este motivo! ¡Y cuántas veces los padres no son capaces de asumir cómo es el hijo! Y puede sentirse no acogido y no querido en lo que es. La familia es el lugar donde uno puede ser quien es. El lugar en el que uno es querido por ser quien es. El amor en la familia es incondicional, como el de Dios. Nuestra casa debe ser la puerta de la misericordia para nuestros hijos. La puerta que siempre pueden cruzar, lleguen como lleguen, sea cual sea su proceso. La puerta que les lleve a recibir nuestro abrazo y confianza. Que sepan que confiamos en ellos, que los admiramos y que han superado nuestros sueños. Cada hijo supera siempre la idea que tenemos de él. Siempre es mucho mejor de lo que esperamos.
Jesús, en el camino de vuelta de Jerusalén, no avisa a sus padres y ellos lo buscan con angustia. Todos tenemos miedo de perder a los que más amamos. A veces, cuando tememos perder a los que queremos, es cuando nos damos cuenta de lo que significan para nosotros. José y María están unidos en la búsqueda. No se recriminan, se apoyan, se acompañan. María habla con Jesús y le dice: «Tu padre y yo te buscábamos». El Evangelio habla en plural. Los dos aman, los dos buscan, los dos se preguntan. Hablarían en esos treinta años mucho de Jesús. No de las cosas prácticas. Sino de lo que era para ellos Jesús y su misión. Pienso que compartirían también el desconcierto de vivir en silencio tantos años: «Ellos no comprendieron lo que quería decir». Aman y no comprenden. ¡Qué difícil comprender su misión! Pero Jesús siguió sometido a ellos, como escuchamos hoy: «Jesús bajó con ellos, y seguía bajo su autoridad». Mientras «Jesús iba creciendo en autoridad y estatura». Jesús siguió compartiendo con ellos años cotidianos, sin grandes milagros, sencillos, ocultos. Jesús echó raíces en la tierra, en su familia. Dios Padre y su familia fueron para Él la roca de su vida. ¡Cuántos recuerdos guardaría en el alma! ¡Cuánta nostalgia cuando iba por los caminos! ¡Cuántas horas sin hacer milagros en Nazaret, haciendo lo más importante de la vida: amar y dejarse amar! ¡Qué importante es aprender a pasar tiempo juntos, a perder el tiempo juntos! A veces buscamos la eficacia, los frutos visibles. Los frutos en Nazaret son ocultos. Es un misterio. Parece raro que haya perdido el tiempo habiendo tanta gente a la que podía haber curado y ayudado con sus palabras. Es importante perder el tiempo en familia. Pasar nuestro mejor tiempo con nuestros hijos, con nuestro cónyuge, con nuestros padres. Ese tiempo será un patrimonio para toda la vida. ¡Cuántas veces nos perdemos en lo social, en reuniones religiosas, en el trabajo con la excusa de que es muy importante! El móvil o el ordenador nos quitan tiempo al llegar a casa. Y nos cuesta dejarnos tiempo para jugar con nuestros hijos. Estar en casa por si me necesitan, aunque luego no me necesiten. Eso ancla a nuestros hijos en la vida. Darles esa seguridad que necesitan para poder amar más tarde, para poder tomar la vida en sus manos sin miedo y vivir a fondo. El valor de lo cotidiano, del tiempo en familia. Tiempo para pasear. Ratos sencillos en torno a una mesa. Momentos de orar juntos y compartir el día. La vida en familia exige tiempo y dedicación, exige esfuerzo. Exige valorar todo lo que hacemos juntos. Es exigente amar en lo cotidiano. Pero todo se guarda para siempre en el alma y nos capacita para amar. Por eso tenemos que invertir y exigirnos. No queremos dejarnos llevar por la rutina. Todo lo que hacemos suma o resta. A veces no hacemos nada malo, simplemente omitimos, y pensamos que no es malo. Pero lo que no hacemos, resta. No lo valoramos. No estar en casa resta, no es algo neutro, es algo que se pierde. La escuela de Nazaret es nuestra escuela. La escuela de vivir con amor las cosas sencillas. Ahí está Dios. Dios nos muestra el amor humano como el camino que usó Él en esta tierra. Nuestro hogar es sagrado. Es la puerta de nuestros hijos a la vida y a Dios. Es nuestra puerta de la misericordia. Queremos hoy entregarle a Dios los recuerdos familiares guardados. María lo guardó todo en su corazón. Le doy gracias por todo lo recibido, por mis raíces. Por mis padres y hermanos. Por mi infancia. Siempre hay cosas difíciles. Tengo heridas de familia. Este año de la misericordia es un año para mirarlas también, para perdonar y pedir perdón. Un año para pedirle a Dios que me haga comprensivo y que me abra el corazón para comprender.
[1] J. Kentenich, carta a su familia de Schoenstatt, 13 diciembre 1965
[2] J. Kentenich, carta a su familia de Schoenstatt, 13 diciembre 1965
[3] J. Kentenich, Niños ante Dios
[4] Nieves González Rico, Aprendamos a amar, 14
[5] J. Kentenich, Mi filosofía de la educación
[6] Nieves González Rico, Aprendamos a amar, 14