Uno de los mejores ejemplos de la misericordia divina es la escena de la adúltera narrada en Jn 8, 311. No se trata de una parábola, como la del Hijo Pródigo o la del Buen Samaritano, sino de un hecho real y que, además, estaba preparado por sus enemigos para tenderle al Señor una trampa. Sabían, porque era notorio, que Jesús era misericordioso y que le resultaba imposible matar o permitir que mataran a un pecador; a la vez sabían que era respetuoso de la Ley, aunque no dudara en incumplirla cuando estaban en juego bienes mayores, como hacía cuando debía curar a alguien en sábado. Por eso sus enemigos eligieron la “tormenta perfecta”; incumplir la ley por curar a un enfermo era una cosa, pero incumplirla por proteger a un pecador era otra; si en el primer caso podía contar con la simpatía popular, en el segundo no. Sabemos cómo resolvió Jesús el problema: puso de manifiesto que los acusadores también eran pecadores y les advirtió, discretamente, que la medida que usaran la usarían con ellos, con lo cual salvaba la vida a la adúltera. Pero no terminó la cosa ahí; el relato concluye con el diálogo entre Jesús y la mujer y la última frase del mismo es: “Vete y no peques más”. Sin este final, Cristo habría estado convirtiéndose en un protector no sólo de los adúlteros sino también del adulterio.

Hay, pues, un reconocimiento por parte del Señor de que el adulterio es un pecado –y así se lo recuerda a la mujer, por si ella lo ha olvidado- y hay un rechazo del mismo. Es decir, sí hay en este pasaje evangélico una condena, pero ésta recae sobre el pecado y no sobre el pecador. A éste se le abre la puerta del arrepentimiento, se le da la oportunidad de volver a empezar, se le pide que cambie, que se corrija, que luche y que mejore. La escena narrada por San Juan es como una instantánea que tuvo una continuación que no conocemos. ¿Qué fue de la adúltera? ¿Siguió pecando o se convirtió en una santa? No lo sabemos. Sí sabemos, en cambio, que el Señor no es un aliado del pecado, al que condena, sino que es misericordioso con el pecador y lo es tanto porque le hace ver que lo que ha hecho está mal –la verdad es el primer acto de misericordia para con la adúltera- como porque le da la oportunidad de arrepentirse y cambiar de vida.

¿Dónde se lleva a cabo todo esto ahora? En el confesonario. Allí acudimos ante el juicio del Dios de la Misericordia con humildad, sabiendo que no tenemos derecho a su perdón porque éste es un don, pero suplicándole que nos lo conceda. Pero también acudimos con un propósito de enmienda, tan importante como el arrepentimiento, pues sin él la propia confesión es incompleta. Acudimos al confesonario porque alguien tuvo la caridad de enseñarnos la verdad y gracias a eso podemos reconocer que hemos obrado mal. Pero sobre todo acudimos porque tenemos necesidad de que Dios nos perdone y tenemos también esperanza en que, con su gracia, podremos evitar cometer de nuevo ese pecado. Verdad y misericordia se unen en la confesión. Sin la primera, no pediríamos perdón porque creeríamos que no tenemos nada de que arrepentirnos; sin pedir perdón no lo recibiríamos y además no haríamos ningún esfuerzo por cambiar, lo cual nos haría muchísimo daño. Claro que la verdad no basta, pues no es suficiente un buen diagnóstico si no hay luego una buena terapia, pero lo mismo que ésta no puede existir sin aquel, no puede haber misericordia sin verdad. O, lo que es lo mismo, la misericordia tiene dos fases y la primera de ellas es enseñar a distinguir el bien del mal, reavivar la conciencia de pecado.

Todo esto lo sabe bien el Papa Francisco. Por eso esta semana ha animado a confesarse, porque allí, ha dicho, “recibimos directamente la misericordia divina”. En realidad, lo que se recibe en el confesonario es la segunda parte de la misericordia. La primera ya se recibió cuando alguien enseñó al penitente que lo que había hecho estaba mal.