"No quiero me contestéis a esta misiva. ¡¡ ADIOS¡¡", escribe en el último párrafo de su post el Padre Miguel Rivilla Sanmartin.
Acabo de leerlo y no sé si estoy todavía en condiciones de expresar lo que siento, Padre. Pero solo una cosa tengo clara: la necesidad de responderle para darle las gracias.
Gracias. Muchas gracias por mostrarme la Iglesia que amo. Aquella a la que quiero pertenecer.
Esa Iglesia que no conoce de edades, ni de dificultades, ni de miedos, ni de discursos complacientes, ni busca que le den palmaditas en la espalda.
Gracias por tantas misas mañaneras, que no existirían sin usted, por su esfuerzo cada día, temprano, demasiado temprano porque la edad es la que es y la salud requiere otros cuidados.
Cada día, sin faltar nunca, frío, calor, invierno, verano, cada día camino de Santa María la Blanca, para que no se pierda ninguno del rebaño.
Recuerdo un mes de agosto, iglesias cerradas, misas de vacaciones. Excepto usted, que como todos los días, en una parroquia con un solo feligrés (¡gracias!), celebraba el momento más importante de la Historia.
Gracias por ese entusiasmo suyo, que tantas veces me ha ayudado a entender lo que el Señor espera de mi.
Muchas gracias por su ejemplo, por su madrugar todavía un poco más para ir a las paradas de autobús a hablarle a la gente de Dios.
Muchas gracias por su genio, ese que le lleva a detenerse en plena calle para interpelar a los propagadores de sectas que recorren nuestras ciudades.
Gracias por reñirme desde el púlpito, por hablar con tanta insistencia de todo aquello que tantos callan, de eso que ya nadie cuenta. Gracias por explicar que sí existe el infierno, y el demonio, y también el purgatorio.
Gracias por enseñarme que la doctrina no depende de los tiempos, ni de las modas, ni de los que la predican.
Gracias por los montones de estampas y de libritos que me ha regalado usted. Gracias porque cuando vuelves a tus cosas después de asistir a Misa, no olvidas quién eres y adónde vas: usted le regala a cada feligrés un libro, una imagen, una herramienta espléndida para poder seguir buscando al Señor a lo largo del día.
Gracias por el latín, por recuperar del pasado las misas de la infancia, cuando no entendía lo que hoy entiendo, y no solo por la lengua.
Gracias por tantas oraciones que desconocía, por tantos cánticos nuevos para mi.
Gracias por esas devociones que se perdieron con mis abuelos y hoy vuelvo a practicar tras haberlas recuperado de su mano.
Hace tiempo que no le veo, Padre, ya sabe, los horarios, las ocupaciones que no deberían ocupar tanto, las obras en el templo... Pero usted está en mi corazón.
Don Miguel, muchas gracias por mostrarme el camino. Usted es la Iglesia que amo.