En el evangelio de este domingo, a raíz de una pregunta que hace Juan, Jesús da una instrucción a sus discípulos -recordemos que en el camino a Jerusalén se está centrando en la enseñanza a ellos- en la que se suceden unas sentencias que parecen yuxtapuestas. Se puede hacer una interpretación de cada una aisladamente o bien desde el contexto en que se hayan. De este pequeño discurso de marcado carácter eclesial, la liturgia omite los dos últimos versículos.
La cuestión que da pie a la enseñanza contiene, en sí, la clave de lo que viene a continuación. La traducción oficial no es muy afortunada, pues oscurece el meollo. El evangelista emplea el verbo akolouzéo, que es el mismo que usa, v. gr., Mt 4,20: "Dejando las redes, lo siguieron". El problema, por tanto, que le plantea Juan a Jesús es que uno que echaba demonios en nombre de Jesús no los sigue. Pero, claro, el discipulado no queda definido por seguirnos, aunque en ese nosotros esté incluido Jesús, sino por seguirlo.
Ese personaje ha podido expulsar demonios porque lo ha hecho en nombre de Jesús y ese nombre no ha sido empleado de forma mágica, instrumental. Las palabras de Jesús dan a entender que la relación con Él es muy profunda. Quien obra así no puede hablar mal de Él. ¿Y qué es hablar mal de Jesús sino violar uno de los mandamientos? Ese personaje no toma el nombre de Jesús en vano; en ello, hay una afirmación implícita del reconocimiento de la divinidad de Cristo y de la fe de ese hombre hacia Él. Tengamos además en cuenta que, a los ojos de un judío, para hacer el exorcismo se estaría apoyando no en Dios, sino solamente en un hombre. Ese hombre con su obrar está afirmando, por tanto, que el poder de Jesús está por encima de los demonios y que no hay uno ulterior al que remitirse, que su nombre es el Nombre. Aunque esto no sea suficiente; no basta decir Señor, Señor, para poder entrar en el Reino de los Cielos (cf. Mt 7,21-27).
A continuación, una vez dicho que lo que define es la relación con Jesús, retoma la primera persona del plural que había empleado Juan; ser discípulo es ciertamente seguir a Jesús, pero es seguirlo con otros, con quienes lo siguen. La comunidad es un nosotros que viene definido en relación con Jesús y quien no actúa contra ese nosotros está a favor de él. Después, pone en primer plano a los discípulos. Dice que el hacerles el bien, por ser de Cristo, recibirá recompensa. El discípulo remite a Cristo y, por ello, y no por sí mismo, es ocasión de definirse alguien respecto a Jesús con una acción en relación con ellos (cf. Mt 25,31-46).
En cambio, al que sea escándalo, ocasión para que peque uno de los creyentes, incluido el más pequeño de ellos, le revertirá su mala acción. Éste es el mal mayor que nos pueden hacer; pero el mal de verdad lo sufrimos cuando secundamos la incitación, pues entonces es cuando pecamos. ¿Pero solamente los que de fuera hagan eso? Las sentencias que vienen a continuación pueden ser leídas con sentido individual; esto es lo usual y directo. Pero el contexto parece invitarnos a una lectura eclesial, al menos por analogía; me parece que ambas son posibles y no excluyentes. La Iglesia es el cuerpo de Cristo y cada cristiano es un miembro del mismo (cf. Rm 4,12s). Los miembros de la Iglesia pueden hacer mal al resto de ellos; en determinados casos, la cura sería la amputación (cf. Mt 18,15ss).
Todas estas sentencias no solamente trazan un perfil de la Iglesia y dan pautas para la acción pastoral, sino que también nos caracterizan, nos ayudan a saber dónde estamos cada uno y nos invitan a situarnos aún mejor.