El Concilio Vaticano II (19621965), interpretado desde la hermenéutica de la continuidad para evitar cualquier tipo de interpretación parcial o meramente subjetiva, hizo conciencia sobre el papel de los laicos en el ejercicio del sacerdocio bautismal. Es una vocación en toda regla. Se puede vivir desde el matrimonio, la consagración o la soltería; sin embargo, incluso entre personas que más o menos conocen sobre el tema, persiste la idea de que un laico es aquel que se quedó sin tomar una opción vital por miedo u otras causas. Es verdad que existe el riesgo latente de terminar postergando de forma indefinida la respuesta vocacional correspondiente, pero el laico de verdad, aquel que ha hecho un serio discernimiento en el que ha identificado las certezas suficientes como para permanecer en medio de los diferentes escenarios de la sociedad o, en términos católicos, dentro del orden temporal, nada tiene que ver con alguien que se quedó a medias al momento de decidirse. No es una vocación frustrada, sino un camino distinto al del sacerdocio o la vida religiosa. Esto hay que entenderlo para evitar minimizar o distorsionar las cosas.
Ahora bien, ¿en qué se distingue un laico de alguien que no ha querido asumir ninguna vocación concreta? Sin duda, en la manera de vivir. El primero, se mantiene dentro del mundo, pero su forma de participar es totalmente distinta, ya que parte de una experiencia de fe que lo compromete. Por ejemplo, si es soltero, entiende que puede conocer a alguien, pero que no jugará con sus sentimientos, pues se tomará las cosas enserio hasta encontrar elementos para formalizar la relación. No hace lo que quiere, sino lo que el evangelio, como itinerario, va formando e indicando. El laico, interviene en las decisiones que, en mayor o menor medida, influyen en la sociedad. Por esta razón, es importante hacer presencia e incidir en el ámbito público. No desde una imposición religiosa o visión triunfalista, pero sí abogando por los valores que hunden sus raíces en la fe como el respeto a la dignidad de la persona humana.
Por lo tanto, ser laico no es sinónimo de duda, indecisión, cobardía, etc., sino una opción que existe dentro de la Iglesia y que, en términos cuantitativos, es la más numerosa. De ahí la importancia de acompañar a las personas que, desde su casa o trabajo, van aterrizando los puntos básicos del evangelio. A veces, tenemos la idea de que solamente son “vocacionables” los que sienten la convicción de ingresar al seminario; sin embargo, la historia de la Iglesia nos enseña que hay diferentes caminos, aunque todos conducen a Jesús. Por ejemplo, la Venerable Concepción Cabrera de Armida (18621937), laica y madre de familia. Ella, al inspirar las Obras de la Cruz, ayudó a que muchos se acercaran a Dios, comprometiéndose en lo concreto. Un sinnúmero de sacerdotes encontraron en su ejemplo una motivación para seguir adelante en la tarea encomendada.
Hay que construir una sólida cultura vocacional, en la que supere el miedo al “para siempre”, pues contamos con Dios. Él permanece estable aunque todo lo demás se tambalee. Los laicos, lejos de ser una suerte de plan “B”, se encuentran, como lo ha subrayado el Papa Francisco, en primera línea; es decir, como parte activa de la Iglesia en medio de los retos de nuestro tiempo.
Ahora bien, ¿en qué se distingue un laico de alguien que no ha querido asumir ninguna vocación concreta? Sin duda, en la manera de vivir. El primero, se mantiene dentro del mundo, pero su forma de participar es totalmente distinta, ya que parte de una experiencia de fe que lo compromete. Por ejemplo, si es soltero, entiende que puede conocer a alguien, pero que no jugará con sus sentimientos, pues se tomará las cosas enserio hasta encontrar elementos para formalizar la relación. No hace lo que quiere, sino lo que el evangelio, como itinerario, va formando e indicando. El laico, interviene en las decisiones que, en mayor o menor medida, influyen en la sociedad. Por esta razón, es importante hacer presencia e incidir en el ámbito público. No desde una imposición religiosa o visión triunfalista, pero sí abogando por los valores que hunden sus raíces en la fe como el respeto a la dignidad de la persona humana.
Por lo tanto, ser laico no es sinónimo de duda, indecisión, cobardía, etc., sino una opción que existe dentro de la Iglesia y que, en términos cuantitativos, es la más numerosa. De ahí la importancia de acompañar a las personas que, desde su casa o trabajo, van aterrizando los puntos básicos del evangelio. A veces, tenemos la idea de que solamente son “vocacionables” los que sienten la convicción de ingresar al seminario; sin embargo, la historia de la Iglesia nos enseña que hay diferentes caminos, aunque todos conducen a Jesús. Por ejemplo, la Venerable Concepción Cabrera de Armida (18621937), laica y madre de familia. Ella, al inspirar las Obras de la Cruz, ayudó a que muchos se acercaran a Dios, comprometiéndose en lo concreto. Un sinnúmero de sacerdotes encontraron en su ejemplo una motivación para seguir adelante en la tarea encomendada.
Hay que construir una sólida cultura vocacional, en la que supere el miedo al “para siempre”, pues contamos con Dios. Él permanece estable aunque todo lo demás se tambalee. Los laicos, lejos de ser una suerte de plan “B”, se encuentran, como lo ha subrayado el Papa Francisco, en primera línea; es decir, como parte activa de la Iglesia en medio de los retos de nuestro tiempo.