El viaje del Papa a África ha dado para mucho. Lo mejor, por supuesto, es que se ha realizado y que el Pontífice ha podido regresar a Roma sano y salvo. Personalmente he rezado y he hecho rezar todos los días para que eso sucediera.

Quiero destacar, sin embargo, una parte del diálogo con los periodistas en el viaje de vuelta. Entre otras preguntas, le plantearon la cuestión del juicio que se está desarrollando en el Vaticano contra los implicados en el llamado “vatileaks2”, la difusión de documentos reservados. La respuesta del Papa fue clara y honesta: “Trece días antes de la muerte de Juan Pablo II, durante el Vía Crucis, el entonces cardenal Ratzinger habló de suciedad de la Iglesia. Él fue el primero que lo denunció. Después muere Juan Pablo, y Ratzinger, que era decano en la misa ‘pro-eligendo Pontifice’, habló de la misma cosa. Nosotros lo elegimos por esta libertad al decir las cosas. Desde ese tiempo está en el aire en el Vaticano que allí hay corrupción”. Con estas palabras, el actual Pontífice puso de manifiesto no sólo la existencia de un grave problema de corrupción en la Iglesia, sino también el hecho de que fue su predecesor quien se enfrentó a ella en primer lugar y con una decisión explícita. Queda en el aire, a la vista de esto, la autenticidad de la supuesta petición de dimisión hecha por el cardenal Martini en Milán al Papa Benedicto, responsabilizándole por no haber impedido el primer “vatileaks”, pero eso no viene al caso ahora. Lo que pretendo destacar es que el propio Francisco ha reconocido que la lucha contra la corrupción fue iniciada valientemente por su predecesor. Confío en que algún día se reconozca que fue precisamente esa lucha, junto con la defensa no menos valiente de la doctrina católica, la que coaligó contra él a múltiples enemigos que le hicieron la vida imposible.

Lo importante, además de este reconocimiento de los méritos del tan vituperado Papa Benedicto, es que la lucha continúa. En ella tiene el Papa Francisco todo nuestro apoyo y debería tener el de todos los católicos. No es sólo una cuestión de transparencia económica y de rechazo de prácticas de blanqueo de capital, que son más reprobables aún si quien las comete es la Iglesia, sino que es ante todo una cuestión de fidelidad a Jesucristo. La Iglesia es el “cuerpo místico de Cristo” en la tierra y por eso, del mismo modo que debe velar por la transmisión íntegra y fiel del mensaje del Señor, debe imitarle a Él en su santidad. Ortodoxia y ortopraxis deben ir unidas. Todo el apoyo, pues, al Papa Francisco para que continúe la tarea de acabar con la corrupción en la Iglesia.