El secularismo se va desarrollando cuando un porcentaje importante de la sociedad se deja llevar por el espejismo de la autosuficiencia que excluye a Dios. Entonces, las personas empiezan a confiar en las cosas pasajeras y, poco a poco, se van quedando en un estado de confusión permanente que, lejos de ayudar, deshumaniza. Ante el relativismo y sus diferentes manifestaciones, ¿qué debe hacer la Iglesia?; es decir, ¿qué nos toca llevar a cabo? Puede resumirse en un verbo: estar. ¿En dónde? Primero, en la oración. Cierto, no se trata de un lugar físico, pero sí de una relación de amistad. Luego, trasladándolo a campos concretos, podemos hablar de escuelas, parroquias, hospitales, universidades, centros de espiritualidad, grupos, misiones, etcétera. Aunque las instituciones no son un fin en sí mismas, resultan necesarias para no caer en una fe desconectada de la realidad que se vive en las calles.
A veces, ante la falta de resultados visibles, preferimos ausentarnos, ir en retirada, pero eso es un error, porque supone cerrar la puerta y paralizar el dinamismo de la Iglesia. Hay que estar y entrar en el meollo del asunto. Por ejemplo, el sacerdote en la hora programada para que se encuentre disponible en el confesionario, la religiosa que da clases en el aula o la oficina para los estudiantes que necesiten hablar, el doctor en su consultorio, etcétera. No se trata de encerrarnos en cuatro paredes, sino de hacer lo que nos toca. Si nunca hay confesionario, clase o consulta, las personas se quedan desatendidas y, entonces, ¿cómo conocerán a Dios? Cierto, en sentido estricto, él no nos necesita, pero la realidad es que ha querido necesitarnos y eso implica, salvo causas de fuerza mayor, estar. “Zapatero a tu zapato”, define bien lo que queremos decir. El apostolado, como tal, supone involucrarse, superar la frialdad con la que podemos llegar a mirar la realidad de los destinatarios. Si nos duele o choca por su poca profundidad, hay que ser autocríticos y, en vez de claudicar, ver la mejor forma, no de influir, sino de incidir, entendiendo que la última palabra la tiene Dios, pero que nosotros debemos favorecer el ambiente, preparar el terreno, así como lo hizo Juan el Bautista ante la llegada inminente de Jesús.
Nuestra principal ocupación, después de la oración y de algunas tareas que nos tocan llevar a cabo, es mantenernos disponibles para las demás personas. Escuchar, platicar, comentar y, claro, saber poner límites cuando sea necesario. Debemos ayudar con nuestra atención, profesionalismo, responsabilidad y disponibilidad; especialmente, en las obras que se nos hayan encargado. Aunque Dios es más que un proyecto, hay que saberlo cuidar y consolidar en la medida en que ayude a las personas a encontrarse o reencontrarse con él en los más variados escenarios de la vida.
Estar, es el primer paso para impulsar la nueva evangelización que no es imposición o proselitismo, sino propuesta, planteamiento. No descuidemos la parte que nos corresponde. Por ejemplo, si somos maestros, hay que planear muy bien nuestras clases, pensando en las necesidades de nuestros alumnos y, desde ahí, dar un salto de calidad. Hay que involucrarse, participar. Al hacerlo, avanzamos y respondemos de un modo asertivo al reto del secularismo.
A veces, ante la falta de resultados visibles, preferimos ausentarnos, ir en retirada, pero eso es un error, porque supone cerrar la puerta y paralizar el dinamismo de la Iglesia. Hay que estar y entrar en el meollo del asunto. Por ejemplo, el sacerdote en la hora programada para que se encuentre disponible en el confesionario, la religiosa que da clases en el aula o la oficina para los estudiantes que necesiten hablar, el doctor en su consultorio, etcétera. No se trata de encerrarnos en cuatro paredes, sino de hacer lo que nos toca. Si nunca hay confesionario, clase o consulta, las personas se quedan desatendidas y, entonces, ¿cómo conocerán a Dios? Cierto, en sentido estricto, él no nos necesita, pero la realidad es que ha querido necesitarnos y eso implica, salvo causas de fuerza mayor, estar. “Zapatero a tu zapato”, define bien lo que queremos decir. El apostolado, como tal, supone involucrarse, superar la frialdad con la que podemos llegar a mirar la realidad de los destinatarios. Si nos duele o choca por su poca profundidad, hay que ser autocríticos y, en vez de claudicar, ver la mejor forma, no de influir, sino de incidir, entendiendo que la última palabra la tiene Dios, pero que nosotros debemos favorecer el ambiente, preparar el terreno, así como lo hizo Juan el Bautista ante la llegada inminente de Jesús.
Nuestra principal ocupación, después de la oración y de algunas tareas que nos tocan llevar a cabo, es mantenernos disponibles para las demás personas. Escuchar, platicar, comentar y, claro, saber poner límites cuando sea necesario. Debemos ayudar con nuestra atención, profesionalismo, responsabilidad y disponibilidad; especialmente, en las obras que se nos hayan encargado. Aunque Dios es más que un proyecto, hay que saberlo cuidar y consolidar en la medida en que ayude a las personas a encontrarse o reencontrarse con él en los más variados escenarios de la vida.
Estar, es el primer paso para impulsar la nueva evangelización que no es imposición o proselitismo, sino propuesta, planteamiento. No descuidemos la parte que nos corresponde. Por ejemplo, si somos maestros, hay que planear muy bien nuestras clases, pensando en las necesidades de nuestros alumnos y, desde ahí, dar un salto de calidad. Hay que involucrarse, participar. Al hacerlo, avanzamos y respondemos de un modo asertivo al reto del secularismo.