“Destruid este templo, y en tres días yo lo levantaré de nuevo.” (Jn 2,19) Ciertamente que el Señor era capaz de realizar miles de otros signos, pero como prueba de la autoridad “para hacer esto” (Jn 2,18) tenía que realizar este signo concreto: con ello daba respuesta a lo que tiene que ver con el templo, lo que no podían hacer otros signos que no se referirían a él. De todos modos, me parece que tanto el templo como el cuerpo de Jesús se tienen que interpretar como la figura de la Iglesia, dado que está edificada con “piedras vivas” que van “construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo” (1P 2,5); está edificada “sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular” (Ef 2,20), el auténtico templo.
Si, pues, se ve destruido la ensambladura armoniosa de las piedras del templo, ya que “vosotros formáis el cuerpo de Cristo y cada uno por su parte es un miembro” (1Cor 12,27) y, como está escrito en el salmo 21, todos los huesos de Cristo están descoyuntados (Sal 21,15) por la vehemencia de las pruebas y tribulaciones y por aquellos que por la persecución atentan contra la unidad de la Iglesia, sin embargo, este templo será reconstruido y el cuerpo resucitará el tercer día después del día de la iniquidad que lo arrasó y después del día en que se cumplirán las promesas (cf 2P 3,310). Porque este tercer día verá un cielo nuevo y una tierra nueva (2P 3,13), cuando los huesos se pondrán en pie (cf Ez 37,10) en el gran día del Señor, cuando la muerte será vencida, cuando la resurrección de Cristo de entre los muertos, después de su pasión y muerte, se revelará como el misterio de la resurrección del cuerpo entero de la Iglesia. (Orígenes. Comentario al evangelio de Jn 10,20-23)
La unidad de la Iglesia nunca se ha producido de forma completa. Siempre ha existido algo o alguien, que impide que esta unidad sea reestablecida. Nos cuesta aceptar es que la Voluntad de Dios nos señala que todavía no es el momento de la unidad, sino el momento en que hay que desempolvar la esperanza y la templanza. Todavía tenemos que andar mucho con fe y esperanza y caridad. Todavía nuestros deseos no pueden ser saciados. Tenemos que esperar el momento adecuado, que sólo el Padre conoce, para ver cómo la unidad surge del caos y lo que parecía imposible se hace evidente ante nuestros asombrados ojos.
Pero ¿Qué hacemos mientras tanto? Si tenemos claro que “Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vela la guardia” (Sal 127, 1) nos daremos cuenta que nuestra voluntad sólo puede centrarse en no poner las cosas peor. Cuanto más intentemos enmendar la Voluntad de Dios, más problemas causaremos. El objetivo es no producir más dolor, sufrimiento, lejanía y desorden. En otras palabras, intentan que el maligno no nos utilice para poner las cosas peor de lo que están, porque el mal siempre encuentra una grieta por donde entrar y producir dolor. Si lo que digamos o hagamos sólo llega a producir mal menor, mejor callar y no hacer nada. Si nuestra presencia y testimonio sincero sólo genera discordia, mejor alejarse de ese lugar, porque el maligno está utilizándonos para sus fechorías.
Tenemos que tener la certeza que “este templo será reconstruido y el cuerpo resucitará el tercer día después del día de la iniquidad que lo arrasó y después del día en que se cumplirán las promesas”. Dejaremos que el Señor nos lleve al lugar donde nos quiere tener. Nos daremos cuenta porque allí nuestra presencia y testimonio no generará dudas y contradicciones. Cuando una pieza del rompecabezas no está en su sitio, no conseguiremos nada intentando que ajuste donde no puede ajustar. Hay que ser consciente que habrá personas que se escandalicen al vernos marchar y al mencionar que la presencia del maligno es evidente. No hay que temer, porque el escándalo evidencia que el mal está presente y está haciendo su trabajo con verdadera eficiencia. Si la caridad estuviera presente no habría reproches ni escándalos, sino humilde aceptación de lo evidente.