Uno de los frutos de las misiones, impulsadas de modo decisivo por misioneros y misioneras procedentes principalmente de Europa durante el siglo XX, es la vitalidad de la Iglesia en varias regiones de África y Asia. La fe ha sido bien enseñada, comprendida, asumida y, por ende, puesta en práctica. ¿El resultado? Diócesis vivas, dinámicas, “en salida”, como dice el Papa Francisco. Ahora bien, dicha “chispa”, muchas veces es tomada como una justificación para abandonar las grandes regiones secularizadas que se ubican en gran parte de América del Norte –salvo México- y Europa. De ahí que un número importante de religiosos, religiosas y laicos estén “cerrando” en las ciudades europeas para irse a contextos en los que la fe tiene mayor aceptación e incidencia. Aunque suena bien –e incluso, estratégico- darle prioridad a los puntos geográficos fuertes para la Iglesia, lo cierto es que no sería justo dejar fuera de la “ecuación” a las grandes ciudades secularizadas. Detrás de un cierto “celo” por las comunidades católicas emergentes, también puede estar el miedo inconsciente hacia el desarrollo. Es decir, las sociedades avanzadas, al cubrir gran parte de sus necesidades, se vuelven menos consideradas con Dios, pues la excesiva autoconfianza ya no lo ve como alguien necesario. Por lo tanto, el progreso, siempre y cuando humanice, es bueno, pero resulta un reto para la Iglesia, pues tiene que prepararse mucho y, claro, da miedo enfrentarse a un “público” con preguntas tan fuertes como necesarias.
“Superar la resignación que paraliza”, fue una de las cosas que pidió el Papa Francisco a los obispos alemanes en un contundente discurso, pronunciado el pasado 20 de noviembre de 2015. Vale la pena detenernos a pensar en la frase antes citada, porque aceptar tranquilamente que todo vaya a la baja, lejos de ser un acto de fe, refleja comodidad e instalación. Estamos tan acostumbrados a escuchar estadísticas sobre el número de personas que anualmente dejan la Iglesia para buscar respuestas en otras partes, que ya nos parece normal; sin embargo, ¿no deberíamos despertar, aprender de los errores del pasado y asumir el reto del secularismo? De ahí que el Papa haya puesto un acento especial en la necesidad de recuperar, desde el enfoque de la nueva evangelización, el significado concreto que, a través de los sacramentos, la Iglesia aporta a las personas. ¿Por qué se van a las sectas, al agnosticismo y, en algunos casos, al ateísmo? A veces, por nosotros mismos, por los que estamos dentro, ya que no les damos una palabra significativa que escuchar; es decir, ejemplos creíbles sobre la puesta en práctica de la fe. Nos inclinamos por un sentimentalismo exacerbado que confunde la oración con el ruido. No se trata de vivir con la culpa a cuestas, pero sí de reconocer que no podemos quedarnos de brazos cruzados ante situaciones como, por ejemplo, la falta de cultura religiosa entre las nuevas generaciones. Muchos tienen dudas sobre Dios y su relación con el mundo; sin embargo, ¿cuántos de nosotros hemos estudiado el catecismo al punto de poder dar una respuesta contundente? Primero, va el ejemplo, la congruencia, pero luego las palabras, pues no podemos dejar de enseñar a los que buscan vivir con sentido, aunque se trate de contextos secularizados en los que haya que esperar mucho tiempo para ver algunos frutos. ¿Ofrecemos espacios de oración marcados por el silencio? De otra manera, falta la comunicación con Dios y, por ende, muchos católicos dejan de serlo. El atractivo de la Iglesia, no es vivir encerrados en categorías sociológicas, sino profundizar en un hecho fundamental: Dios existe y pensó en cada uno. ¿Cómo lo damos a conocer? Frecuentemente, de un modo largo, poco estructurado y repetitivo. Por esta razón, tenemos que profundizar en la oración y en el estudio. Llenarnos de elementos para hacer un buen trabajo que nos lleve a superar la resignación que nos paraliza, dándonos la impresión de que todo está perdido, cuando en realidad, la Iglesia es experta en resurgir de las cenizas. Lo viene haciendo desde hace más de dos mil años.
Ciertamente, decidirse por cambiar las cosas, en el sentido de revertir situaciones marcadas por el relativismo que –dicho sea de paso- ha disminuido la fe de muchos europeos, asusta un poco al principio, pues las incomprensiones llegan por todas partes; sin embargo, hay que tener el valor de aportar algo. Jesús no se acomodó a la crisis, sino que fue un agente de cambio a partir de la lógica de la cruz, aquella que rompe esquemas, pues refleja la fortaleza de la debilidad. No tratemos de inventarnos pretextos que expliquen la crisis de fe en algunos países: “es cultural”, “no les interesa”, “mejor hay que irnos a otros lugares en los que el cristianismo está creciendo”. Hay que dejar de ser meros espectadores, para entrar en la historia. No desde el triunfalismo, sino a partir de la evangelización. ¿La clave del Papa? Muy sencilla. Comprensión y práctica de los sacramentos, que hacen visible la acción invisible de Dios y rompen con el activismo, para dar lugar al apostolado y, desde ahí, reconocer el primado del ejemplo, pues a final de cuentas es lo que convence y atrae. Una fe, fundamentada en la oración y acompañada por el magisterio de la Iglesia, da lugar al cambio. Sin duda, toda una lección para Europa y el resto del mundo.
“Superar la resignación que paraliza”, fue una de las cosas que pidió el Papa Francisco a los obispos alemanes en un contundente discurso, pronunciado el pasado 20 de noviembre de 2015. Vale la pena detenernos a pensar en la frase antes citada, porque aceptar tranquilamente que todo vaya a la baja, lejos de ser un acto de fe, refleja comodidad e instalación. Estamos tan acostumbrados a escuchar estadísticas sobre el número de personas que anualmente dejan la Iglesia para buscar respuestas en otras partes, que ya nos parece normal; sin embargo, ¿no deberíamos despertar, aprender de los errores del pasado y asumir el reto del secularismo? De ahí que el Papa haya puesto un acento especial en la necesidad de recuperar, desde el enfoque de la nueva evangelización, el significado concreto que, a través de los sacramentos, la Iglesia aporta a las personas. ¿Por qué se van a las sectas, al agnosticismo y, en algunos casos, al ateísmo? A veces, por nosotros mismos, por los que estamos dentro, ya que no les damos una palabra significativa que escuchar; es decir, ejemplos creíbles sobre la puesta en práctica de la fe. Nos inclinamos por un sentimentalismo exacerbado que confunde la oración con el ruido. No se trata de vivir con la culpa a cuestas, pero sí de reconocer que no podemos quedarnos de brazos cruzados ante situaciones como, por ejemplo, la falta de cultura religiosa entre las nuevas generaciones. Muchos tienen dudas sobre Dios y su relación con el mundo; sin embargo, ¿cuántos de nosotros hemos estudiado el catecismo al punto de poder dar una respuesta contundente? Primero, va el ejemplo, la congruencia, pero luego las palabras, pues no podemos dejar de enseñar a los que buscan vivir con sentido, aunque se trate de contextos secularizados en los que haya que esperar mucho tiempo para ver algunos frutos. ¿Ofrecemos espacios de oración marcados por el silencio? De otra manera, falta la comunicación con Dios y, por ende, muchos católicos dejan de serlo. El atractivo de la Iglesia, no es vivir encerrados en categorías sociológicas, sino profundizar en un hecho fundamental: Dios existe y pensó en cada uno. ¿Cómo lo damos a conocer? Frecuentemente, de un modo largo, poco estructurado y repetitivo. Por esta razón, tenemos que profundizar en la oración y en el estudio. Llenarnos de elementos para hacer un buen trabajo que nos lleve a superar la resignación que nos paraliza, dándonos la impresión de que todo está perdido, cuando en realidad, la Iglesia es experta en resurgir de las cenizas. Lo viene haciendo desde hace más de dos mil años.
Ciertamente, decidirse por cambiar las cosas, en el sentido de revertir situaciones marcadas por el relativismo que –dicho sea de paso- ha disminuido la fe de muchos europeos, asusta un poco al principio, pues las incomprensiones llegan por todas partes; sin embargo, hay que tener el valor de aportar algo. Jesús no se acomodó a la crisis, sino que fue un agente de cambio a partir de la lógica de la cruz, aquella que rompe esquemas, pues refleja la fortaleza de la debilidad. No tratemos de inventarnos pretextos que expliquen la crisis de fe en algunos países: “es cultural”, “no les interesa”, “mejor hay que irnos a otros lugares en los que el cristianismo está creciendo”. Hay que dejar de ser meros espectadores, para entrar en la historia. No desde el triunfalismo, sino a partir de la evangelización. ¿La clave del Papa? Muy sencilla. Comprensión y práctica de los sacramentos, que hacen visible la acción invisible de Dios y rompen con el activismo, para dar lugar al apostolado y, desde ahí, reconocer el primado del ejemplo, pues a final de cuentas es lo que convence y atrae. Una fe, fundamentada en la oración y acompañada por el magisterio de la Iglesia, da lugar al cambio. Sin duda, toda una lección para Europa y el resto del mundo.