Hermano terrorista:
Dime ¿qué sentiste?… en el momento en que miraste los ojos suplicantes de tu hermano y gatillaste su ausencia… cuando hombres y mujeres inocentes te rogaron misericordia, apelaron a la humanidad que corre por tus venas, y renegaste de tu condición de hombre. ¿Qué sentiste? Aquí en este mundo occidental decimos que odias demasiado, que eres un miserable, un terrorista desalmado, un animal despreciable; y sin embargo, estoy seguro que has amado a otra persona, tal vez tienes mujer e hijos. Estoy seguro que has palpado tu humanidad herida cuando alguna vez el dolor llamó a tu puerta y que tu corazón es capaz de conmoverse y sentir ternura. Hermano terrorista, disculpa si es que no me cabe en el corazón que hayas abdicado completamente de tu humanidad. Por eso te pregunto: ¿qué sentiste cuándo mataste?, ¿placer?, ¿justicia?, ¿redención? Dime –¡Confiesa!– que sentiste un breve chispazo de tristeza cuando viste tu rostro reflejado en la mirada vidriosa de las mujeres que asesinaste. Confiesa que se abrió una ligera herida, que se coló una gota de sangre humana en tu alma y te preguntaste: «¿Qué sentido tiene todo esto?». No me mal interpretes, soy cristiano, y sí, tal vez quiero una excusa para perdonarte o, aún peor, es probable que busque una razón para no odiar el hecho de que compartamos la misma naturaleza — a mí también se me cuela el odio, hermano — ; pero por encima de todo, te soy sincero, busco un pequeño atisbo de esperanza. Hermano terrorista, disculpa si soy ingenuo, pero busco la esperanza de que aún se te puede hablar de amor, de que tu humanidad no ha sido completamente tomada por el odio y de que, si te muestro mi corazón abierto, tal vez me enseñarías el tuyo. Por eso, hermano terrorista, confiesa: ¡te dolió matar! ¡Un relámpago de duda surcó tu frente! ¡El terror que causaste te asustó a ti también! ¡Disparaste con pena! ¡¿Te mataste con miedo?! ¡Dime que eres humano, maldita sea!
No me hables de los infieles, de la corrupción de Occidente, ni del premio reservado a los conductores de la Yihad. Creo que lo crees, e incluso, que crees sinceramente en todo eso; pero háblame más bien de este temor inesperado, hermano terrorista, de la sal en tu boca, de aquel estribillo de remordimiento que estuvo a punto de hacerte pedirle perdón a aquella mujer cuando descubriste que estaba embarazada. Porque es en esto último donde está no solo mi esperanza sino también la tuya, ¿no lo entiendes? Disculpa que te lo diga tan crudamente, pero Dios ha jugado un papel completamente distinto del que tú te esperabas en este atentado. No fue el ciclón de odio — no la llames ira santa, por favor — lo que Dios sembró en tu corazón, fueron más bien esas tímidas dudas de amor y humanidad, fue la reticencia y ese fastidioso retintín de incerteza donde Dios te hablaba. Por eso te ruego, hermano terrorista, no te avergüences de ellas porque no son un signo de tu infidelidad al plan de Dios; todo lo contrario, son la única garantía de que sigues siendo un ser humano y de que Dios no te ha abandonado ni siquiera en la noche más oscura de tu existencia.
Por eso, te repito, repasemos juntos el momento: ¡¿qué sentiste?! hermano terrorista.
Publicado originalmente en Catholic-Link
Foto por Blanca Dagheti
Dime ¿qué sentiste?… en el momento en que miraste los ojos suplicantes de tu hermano y gatillaste su ausencia… cuando hombres y mujeres inocentes te rogaron misericordia, apelaron a la humanidad que corre por tus venas, y renegaste de tu condición de hombre. ¿Qué sentiste? Aquí en este mundo occidental decimos que odias demasiado, que eres un miserable, un terrorista desalmado, un animal despreciable; y sin embargo, estoy seguro que has amado a otra persona, tal vez tienes mujer e hijos. Estoy seguro que has palpado tu humanidad herida cuando alguna vez el dolor llamó a tu puerta y que tu corazón es capaz de conmoverse y sentir ternura. Hermano terrorista, disculpa si es que no me cabe en el corazón que hayas abdicado completamente de tu humanidad. Por eso te pregunto: ¿qué sentiste cuándo mataste?, ¿placer?, ¿justicia?, ¿redención? Dime –¡Confiesa!– que sentiste un breve chispazo de tristeza cuando viste tu rostro reflejado en la mirada vidriosa de las mujeres que asesinaste. Confiesa que se abrió una ligera herida, que se coló una gota de sangre humana en tu alma y te preguntaste: «¿Qué sentido tiene todo esto?». No me mal interpretes, soy cristiano, y sí, tal vez quiero una excusa para perdonarte o, aún peor, es probable que busque una razón para no odiar el hecho de que compartamos la misma naturaleza — a mí también se me cuela el odio, hermano — ; pero por encima de todo, te soy sincero, busco un pequeño atisbo de esperanza. Hermano terrorista, disculpa si soy ingenuo, pero busco la esperanza de que aún se te puede hablar de amor, de que tu humanidad no ha sido completamente tomada por el odio y de que, si te muestro mi corazón abierto, tal vez me enseñarías el tuyo. Por eso, hermano terrorista, confiesa: ¡te dolió matar! ¡Un relámpago de duda surcó tu frente! ¡El terror que causaste te asustó a ti también! ¡Disparaste con pena! ¡¿Te mataste con miedo?! ¡Dime que eres humano, maldita sea!
No me hables de los infieles, de la corrupción de Occidente, ni del premio reservado a los conductores de la Yihad. Creo que lo crees, e incluso, que crees sinceramente en todo eso; pero háblame más bien de este temor inesperado, hermano terrorista, de la sal en tu boca, de aquel estribillo de remordimiento que estuvo a punto de hacerte pedirle perdón a aquella mujer cuando descubriste que estaba embarazada. Porque es en esto último donde está no solo mi esperanza sino también la tuya, ¿no lo entiendes? Disculpa que te lo diga tan crudamente, pero Dios ha jugado un papel completamente distinto del que tú te esperabas en este atentado. No fue el ciclón de odio — no la llames ira santa, por favor — lo que Dios sembró en tu corazón, fueron más bien esas tímidas dudas de amor y humanidad, fue la reticencia y ese fastidioso retintín de incerteza donde Dios te hablaba. Por eso te ruego, hermano terrorista, no te avergüences de ellas porque no son un signo de tu infidelidad al plan de Dios; todo lo contrario, son la única garantía de que sigues siendo un ser humano y de que Dios no te ha abandonado ni siquiera en la noche más oscura de tu existencia.
Por eso, te repito, repasemos juntos el momento: ¡¿qué sentiste?! hermano terrorista.
Publicado originalmente en Catholic-Link
Foto por Blanca Dagheti