Santo, Santo, Santo eres verdaderamente tú, Señor Dios nuestro, la grandeza de tu santidad no tiene límites: todas las cosas las has dispuesto con rectitud y justicia. Has modelado al hombre con el barro de la tierra, les has honrado haciéndole la imagen misma de Dios, lo has colocado en el Paraíso de delicias prometiéndole la inmortalidad y el goce de los bienes eternos, si observaba los mandatos. Pero transgredió tu mandato, Dios verdadero, y, seducido por la astucia de la serpiente, víctima de su propio pecado, él mismo se sometió a la muerte. Según tu justo juicio, fue echado del Paraíso a nuestro mundo, devuelto a la tierra de donde había sido sacado.
Pero en ti, Cristo, dispusiste para ellos la salvación a través del nuevo nacimiento, porque no has rechazado para siempre a la criatura que en tu bondad habías creado; según la grandeza de tu misericordia has velado por ella de múltiples maneras. Enviaste a los profetas, hiciste milagros a través de los santos que, en cada generación, te fueron agradables; has dado la Ley para ayudarnos; has puesto ángeles para que nos guarden. (Divina Liturgia de San Basilio (siglo IV) Plegaria eucarística, 1ª parte)
Adán fue engañado por la serpiente, que le dijo se sería como Dios si comía del fruto prohibido. Adán y Eva quisieron ser como Dios y con ello rompieron la comunicación con Dios. Comunicación que les permitía conocer la Voluntad de Dios y ajustarse a ella sin duda alguna. Imponer nuestra voluntad es apartarnos de Dios.
No somos Moisés ni Dios espera a que el Faraón prohíba la salida del pueblo de Israel, para mostrarnos Su Voluntad y darnos sus dones. Algunos se ven con el cayado de Moisés dirigiendo a un nuevo pueblo de Israel más allá de los límites de la Iglesia. Creen que la salvación está fuera de la Iglesia o en “otras iglesias posibles” hechas a la medida de cada cual. Pero Cristo nos ha señalado el camino que tenemos que seguir con claridad: la negación de nosotros mismos es lo primero. Dejar de ser nosotros quienes nos salvemos y hagamos que otros se salven. La salvación sólo puede provenir de Dios como un Don que debe ser aceptado con absoluta humildad.
Dios nos ha “dado la Ley para ayudarnos” no para afligirnos y maltratarnos. La Ley lleva implícita la misericordia de Dios, ya que nos señala el camino que desea para nosotros. Las fuerzas, que siempre son escasas, sólo pueden ser encontradas por medio de la Gracia de Dios. Dios no desea que nosotros generemos inmensos tomos de legislación humana, sino que nos abajemos a cumplir de corazón la Ley que El nos ha regalado. Si esta Ley de Dios nos resulta dura, es que tenemos que orar más y dejarnos más en sus manos. Sin Dios nada podemos, como podemos leer en la Parábola e la Vid y los sarmientos. Dios, “todas las cosas las ha dispuesto con rectitud y justicia”, para que sean de ayuda en el camino que ha señalado para todos nosotros: la santidad.