“Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. En el Evangelio de este Domingo (Mc 9, 30-37) Jesús cierra la discusión de sus discípulos sobre quién era el más importante proponiendo la humildad; una enseñanza sobre la humildad, tanto más oportuna cuanto menos se comprende y practica.
La palabra “humildad” tiene su origen en la latina “humus” (tierra); etimológicamente, significa “inclinado hacia la tierra”; la virtud de la humildad nos sitúa en nuestra verdadera posición, inclinados ante Dios. Esta virtud puede definirse como: "Una cualidad por la que una persona considerando sus defectos tiene una modesta opinión de sí misma, y se somete voluntariamente a Dios y a los demás por Dios." Para Santo Tomás: "consiste en mantenerse dentro de los propios límites sometiéndose a la autoridad superior sin intentar alcanzar aquello que está por encima de uno".
— Es, ante todo, luz, conocimiento, porque el hombre recibe luces para entender su pequeñez y su miseria, principalmente con relación a Dios. Por eso decía Santa Teresa que "la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende anda en mentira".
— Ese justo conocimiento radica en la verdad: “En el hombre se pueden considerar dos cosas: lo que tiene de Dios y lo que tiene en sí mismo. De sí mismo tiene cuanto significa imperfección o defecto; de Dios, en cambio, todo cuanto significa bondad y perfección, pues toda bondad creada es participación de la divina e increada” (Sto.Tomás).
La verdadera humildad consiste en saber que el puesto que se ocupa y los dones o virtudes que se poseen no están para brillar y ser considerados, sino para cumplir una misión cara a Dios y en servicio de los demás.
Pero la conciencia de esta misión que tenemos como cristianos no es menos importante que la verdadera humildad. Jesucristo no reprocha a los apóstoles querer ser el primero, sino equivocar el camino que lleva a ser el primero en el Reino de Dios: “Los discípulos ambicionaban alcanzar del Señor honores, y deseaban ser enaltecidos por Cristo, porque cuanto más elevado está el hombre, es más digno de ser honrado. Por esto el Señor no puso obstáculo al deseo de sus discípulos, sino que los condujo a la humildad” (San Juan Crisóstomo). “Viendo, pues, el Señor el pensamiento de sus discípulos, cuida de corregir con la humildad el deseo de gloria” (San Beda)
Porque existe el peligro de una humildad falsamente entendida que consiste en decir que “no somos nada” pero en realidad lo que estamos haciendo es rehuir la responsabilidad que tenemos para dar fruto a los talentos que hemos recibido de Dios y ocultando nuestra condición de cristiano en medio del mundo, disfrazando bajo capa de humildad nuestra timidez o nuestra mediocridad.
En cambio, la verdadera humildad hace que tengamos vivo en el alma que cuanto poseemos, también nuestros talentos y virtudes, pertenecen a Dios. A pesar de nuestras propias miserias somos portadores de valores eternos, somos instrumentos de Dios.
Nuestro modelo es el mismo Cristo: Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón y María Santísima: Dios ha mirado la humillación de su esclava. Cuando imitamos sus virtudes, ellos nos enseñan a reconocer lo poco que somos y, al mismo tiempo, a ponernos al servicio de los demás y a ser ambiciosos de crecer en el amor de Dios.