Dicen algunos que los ciudadanos de cierto país tienen como principal negocio comprar a una persona por lo que vale y venderla por lo que se cree que vale. No creo que sea patrimonio exclusivo de ese país, ya que la capacidad de engrandecer nuestros méritos es bastante común a todo el género humano.
Frente a esa soberbia, que aparece de forma más o menos larvada en buena parte de lo que hacemos o decimos, la humildad, como cualquier virtud, nos enriquece por dentro, nos hace más plenos, más serenos, más capaces de dar y aceptar a los demás. También nos hace más alegres, afianza nuestra felicidad en la tierra y es camino seguro para el cielo. Así proclama la Virgen en su encuentro con su prima Isabel: “…porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, santo es su nombre” (San Lucas, 1: 46-49). Porque vio su humildad, por eso María se hizo grata a Dios, por eso fue elegida para desempeñar el papel más importante que un ser humano ha realizado en la Historia.
“Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (Santiago 4: 6) nos dice el apóstol Santiago, porque Dios no concede sus dones a quien se empeña en no solicitarlos, a quien considera que ya tiene todo. El soberbio, si podemos hablar así, ata las manos a la misericordia divina, porque ni siquiera se considera necesitado de ella. San Pablo en su carta a los cristianos de Roma pone en la soberbia humana la causa principal del paganismo, ya que bloquea la mente para descifrar el sencillo mensaje que se contiene en la Creación: “Lo cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo manifestó; porque desde la creación del mundo lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras. De manera que son inexcusables, por cuanto conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se entontecieron sus razonamientos, viniendo a obscurecerse su insensato corazón; y alardeando de sabios se hicieron necios, y trocaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible, y de aves, cuadrúpedos y reptiles" (San Pablo, Romanos 1: 19-23).
El soberbio no sólo es ingrato a Dios, sino que también resulta desagradable a los demás hombres. Una persona que siempre quiere llevar la razón, imponer su criterio, centrar la atención, ser admirado, es un candidato casi seguro a la soledad. Tendrá muy pocos amigos quien se considere el centro de todo, quien sea incapaz de ver las necesidades de los demás porque sólo atiende a las propias, quien no admita sus errores.
Hace varios años estuve en un seminario con un premio Nobel, cuyo nombre no recuerdo. El tema no era de mi especialidad, pero me hacía ilusión conocer a un científico eminente, aunque no lograra entender todo lo que dijera, como así fue de hecho. Sin embargo, valió la pena acudir a ese seminario, ya que me dio una enseñanza que no he olvidado con el paso de los años. Tras presentar los resultados de sus últimos trabajos, se abrió un debate con los asistentes, expertos también en esa materia. Me llamó mucho la atención que respondiera a una de las preguntas con un sencillo: “No lo sé, le agradezco la pregunta y pensaré sobre ese asunto”. Con el paso de los años, he asistido a muchas conferencias y seminarios sobre mi especialidad, impartidos por personas mucho menos eminentes que el científico al que me he referido, y muy pocas veces he escuchado una respuesta parecida. Admitir que uno no sabe algo es tan grande y hermoso como contestar certeramente, pero parece que nos cuesta admitir ante los demás nuestras propias carencias. Ese verdadero sabio dio su mejor lección al admitir su ignorancia, en lugar de improvisar una respuesta que tal vez hubiera satisfecho a la audiencia, pero no a la verdad más honda.
Por contraste con esta imagen, viene a mi memoria otra que me pasó años más tarde. Habíamos invitado a un tribunal de tesis a un profesor conocido en la materia que se juzgaba, con bastante prestigio en ese campo. La autora de la tesis, una profesora chilena que tenía especial admiración por los escritos de ese profesor, quedó tan decepcionada como yo cuando le tocó comentar la tesis a ese profesor, ya que en lugar de hablar de ella se puso a contarnos sus viajes por Chile, su conocimiento de la geografía chilena y las investigaciones que había hecho él en ese campo. En definitiva, en lugar de hablar del trabajo que venía a juzgar, se puso a conversar del suyo propio, como si fuera él el sujeto principal del acto. Ni que decir tiene que no le hemos vuelto a invitar a un tribunal de tesis, deseándole, eso sí, que siga realizando una investigación muy fructífera en ése u otros países.