«Comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.»
Queridos hermanos:
Estamos ante el domingo IV de Cuaresma. Este domingo también se llama de Laetare: la alegría que hace presente el camino de los catecúmenos hacia la Pascua para ser bautizados. Es una fiesta en donde los catecúmenos se preparan para la vigilia Pascual. ¿Qué dice esta Palabra? ¿Qué nos dice el Señor este domingo? La primera Palabra del libro de Josué nos dice: “hoy os he despojado del oprobio de Egipto”. El Señor nos ha desnudado del hombre viejo; qué importante esto, porque el Señor quiere, en este tiempo tan difícil que la humanidad está viviendo, despojarnos de nuestra soberbia, de nuestro orgullo, de nuestro amor al dinero; y hacernos sencillos y humildes. Dice el libro de Josué: comieron del fruto de la tierra prometida: panes ácimos y espigas fritas. ¿Qué son estos frutos? Los frutos del hombre nuevo: el Sermón de la montaña.
Por eso respondemos con el Salmo 33: “Gustad y ved qué bueno es el Señor, su alabanza está siempre en la boca del humilde. Contempladlo y quedaréis radiantes”. Veamos, hermanos, las guerras que estamos pasando, la epidemia del Covid, la pobreza, etc. ¿Qué nos hace presente? Que estamos camino hacia la Pascua definitiva con el Señor.
La segunda Palabra es de la Segunda Carta de San Pablo a los Corintios. Dice: “El que es de Cristo, es una criatura nueva, pasó lo viejo, todo es nuevo”. Hermanos, estamos en un cambio epocal producto de la secularización y Dios quiere empezar una nueva etapa en la humanidad. Desnudémonos del hombre viejo delante del sacerdote en el Sacramento de la Penitencia denunciando nuestros pecados; y experimentaremos la Vida Eterna.
El Evangelio de San Lucas expresa muy bien lo que es este este domingo. Dice que estaban los fariseos y los letrados escandalizados de Jesús porque acogía pecadores y comía con ellos; y Jesús les cuenta la parábola del Hijo pródigo. Dice que el hijo menor, habiendo reclamado la herencia y habiéndola derrochado en el mundo, experimentó la muerte, es decir, el sin sentido de la vida. Mirad que es cuando empezó a pasar necesidad y a desear las algarrobas de los puercos que cuidaba cuando reflexiona y piensa en volver a la casa de su padre y decirle: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Eso, hermanos, es la paga del pecado: no merecemos ser cristianos. Este hijo se convirtió, se levantó y volvió a la casa de su padre. Dice que el padre salía todos los días a ver si llegaba el hijo, cuando lo vio, se puso contentísimo, lo abrazó y lo besó. Es muy importante la actitud del padre quien, a pesar de las palabras del hijo, lo abraza, le perdona; nos muestra la paternidad de Dios, es decir el Espíritu de Dios que perdona a todo hombre. Y el padre dijo a sus criados: "Sacad en seguida el mejor vestido; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies”. Estos signos hacen presente los signos bautismales: le pone una túnica blanca, un anillo de alianza signo de un nuevo desposorio y unas sandalias de libertad. “Traed el ternero cebado” e hizo una gran fiesta, porque su hijo estaba muerto y ahora está con vida. Y empezaron a celebrar el banquete. Sin embargo, “el hijo mayor que estaba lejos empezó a oír la música de la fiesta y preguntó ¿qué es esto? y le dice un criado: es que tu hermano ha vuelto y tu padre ha hecho una fiesta”. El hijo mayor protesta y se convierte también en una figura para cada uno de nosotros haciendo presente a ese hombre fariseo que llevamos dentro de nosotros mismos. El hijo mayor también somos tú y yo, queriendo ahogar a su hermano, que también tenemos dentro. Es la lucha entre el hombre fariseo y el hombre pecador que se quiere convertir al Señor. Y el Señor, hermanos, el Padre, viene nuevamente a nuestro encuentro y nos dice con ternura: “tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo”. Deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado. El hijo mayor estaba dentro de la Iglesia y no sabía disfrutar de todo lo que gratis le daba Dios, de la alegría inmensa de la Vida Eterna del estar en la casa del Padre. El hijo mayor necesitaba, tanto como su hermano menor, de la misericordia del padre, necesitaba interiorizarlo para vivir en gratuidad y no con moralismo. Convirtámonos al Señor, volvamos al Padre. Él, siempre con ternura, nos recibirá con los brazos abiertos.
+ Que la bendición de Dios este con todos ustedes.
Mons. José Luis del Palacio
Obispo E. del Callao