Las dos posturas han estado claras y perfectamente definidas desde el primer momento. Para unos, el dogma debe ir unido a la pastoral y no se puede pretender aplicar en la práctica lo que se niega en la teoría. Para otros, la pastoral debe ejercerse con misericordia y, aunque no se niegue el dogma, sí hay que saber dejarlo de lado para atender a las nuevas realidades que se presentan. No es que se pueda decir que el adulterio es nuevo, ciertamente (y sino que se lo pregunten a San Juan Bautista o a Santo Tomás Moro, que fueron martirizados por decir a sus respectivos monarcas que no podían hacer lo que estaban haciendo), ni tampoco es nueva la homosexualidad; lo que sí es nuevo es la difusión de los mismos y, sobre todo, la distinta percepción de los deberes y de los derechos.
En el Sínodo, pues, chocan dos planteamientos distintos. Unos miran a Cristo, a San Pablo, al Magisterio de la Iglesia. Otros miran a la sociedad actual, marcada por un radical relativismo que exige que todo se someta al imperio de los sentidos, a la tiranía de los deseos. Para los primeros, negar a Cristo y traicionar las enseñanzas ininterrumpidas de la Iglesia durante los dos mil años de su historia pondrían al cristianismo fuera de la misión que el Señor encomendó a sus discípulos y, por lo tanto, provocarían que la Iglesia dejara de ser la institución que Cristo fundó, para ser otra cosa. Para los segundos, el depósito de la fe no puede ser rígido y hay que adaptarlo a los tiempos, incluso modificando -aunque de momento sea sólo en la práctica- las enseñanzas del propio Cristo. Los primeros hablan de fidelidad y los segundos de misericordia. Los primeros no tienen prácticamente apoyos en los grandes medios de comunicación, mientras que los segundos los tienen todos a su favor. Los primeros están sufriendo el martirio de los insultos y los segundos, en nombre de la misericordia, insultan gravísimamente a los primeros todos los días.
Si no tuviera fe, diría que los que consideran que el mensaje de Cristo no puede ser modificado sin traicionarle tienen las de perder. Eso lo diría si no tuviera fe. Pero la tengo. Creo en el Espíritu Santo. Algo ocurrirá, aunque sea un milagro, para que al final la Iglesia no reniegue de su fundador, aunque tenga que sufrir la incomprensión y la persecución del mundo por ello.