Las madres y los padres sufren cuando un hijo se va de casa. Los motivos serán humanamente muy razonables: estudiar, trabajar, viajar, casarse... Pero el dolor no entiende de razones. Y los padres sufren. Sufren tanto más cuanto más aman a sus hijos y tanto menos cuanto más se aman a ellos mismos. La habitación vacía, llena de recuerdos, no se llena con razones, sino con lágrimas.
Ahora imaginemos el infinito dolor de Dios cuando sus hijos se van de casa. Se van, nos vamos, todos los días: el pecado no es otra cosa que abandonar la casa del Padre y dejar al buen Dios en nuestra habitación vacía. Su dolor era, es y será tan inmenso que prefirió la Pasión para devolvernos a Su habitación. Estoy convencido que Dios Padre sufrió, sufre más cuando nos alejamos de Él que viendo a Su Hijo clavado en la Cruz: la Cruz, al final, nos trae de vuelta... Nosotros no nos vamos de viaje, sino al infierno eterno. ¿Qué padre puede soportar una separación tan eternamente cruel? ¡Apiádense del pobre Dios!
Este dolor de Dios por nuestro alejamiento, si Él nos diese el don de conocerlo a fondo, sería nuestra muerte: tan insoportable lo intuyo. Así, aliviar al buen Dios es lo único importante.
El corazón tampoco entiende de beatíficos sermones. Dolor con dolor se paga, porque amor con amor se paga. Ya saben ustedes que no hay amor sin dolor, sin sacrificio, sin sufrimiento. Sin el sufrimiento de ver al pobre Dios solo en la habitación vacía de sus hijos, llena de aquellos recuerdos de lo que pudo haber sido y no fue...
Cuando recen dejen de pedir tantas cosas y de usar el "yo". Miren al "Tú" y consuelen su Amor, tan horriblemente maltratado.
Paz y Bien.