Del anterior domingo a éste, damos un pequeño salto en el relato de S. Marcos, dejando atrás medio capítulo, incluida la Transfiguración. Y volvemos a encontrarnos con un anuncio de la pasión, en este caso, el segundo. No estamos con una simple repetición. Ni nuestra situación es la misma ni siquiera el contexto en el que tiene lugar es idéntico en el evangelio. La palabra de Dios es siempre nueva, con novedad que nunca envejece, porque Él está más allá de juventud o ancianidad. Y además nosotros necesitamos oír una y otra vez, necesitamos que cale hasta lo más hondo de nuestro ser el anuncio del misterio pascual, el centro de nuestra fe.

El anuncio vuelve a ser hecho a los discípulos, no a la gente. Y de nuevo se pone de manifiesto que los que han empezado a seguir a Jesús necesitan madurar su fe; siguen sin entender y su relación con Jesús está marcada por el miedo, todavía no han alcanzado la madurez en el amor que expulsa todo temor. Su corazón está apegado a ser el más importante. Por eso siguen siendo esclavos del temor, porque lo que no es Dios puede perecer. Mientras que no sea Él el único apoyo, nuestra vida está marcada por la incertidumbre de lo inestable y efímero. Pero el que sostiene su vida únicamente en el amor divino, no vive preocupado, pendiente continuamente de todo y esclavo.

Las palabras que dirige, a continuación, Jesús son directamente para los Doce, no para la gente ni siquiera para los discípulos. Habían discutido por el camino. Lo que no es Dios, cuando lo ponemos en su lugar, nos lleva a la discusión, a la división. Los discípulos, por el camino han revivido una vez más, como tantas veces a lo largo de la historia lo hemos hecho los hombres, el relato de la torre de Babel. Jesús se dirige ahora a los encargados de obra de la nueva Jerusalén. En vez de subir al cielo con las propias fuerzas, subiéndose los unos encima de los otros, en la ciudad de Dios, los que quieran ser primeros han de ser los últimos y servidores de todos.

Cuando se habla de la ordenación de las mujeres, cuántas veces me da la impresión de que es un debate trufado de pretensión política, de ser el más importante. Sobre esto no hay nada que discutir. El que quiera ser el primero no tiene que ser Papa, obispo, presbítero o diácono. Simplemente tiene que ser el último y el servidor de todos. Acoger al más pequeño de la comunidad es acoger a Jesús y al que le ha enviado. ¿A qué más se puede aspirar?