Siempre que hablamos sobre la vida de una persona, conviene ubicarla en la línea del tiempo. Mons. Luis María Martínez Rodríguez, nació en el estado de Michoacán el 9 de junio de 1881 y murió en la Ciudad de México el 9 de febrero de 1956. Sin duda, vivió varios cambios en el paradigma social, eclesiástico, político y económico del país. En medio del contexto histórico que le tocó afrontar, destacó por ser un gran escritor, orador y diplomático, pues gracias a sus gestiones, el gobierno mexicano garantizó un clima de mayor libertad y colaboración con la Iglesia Católica, tras el difícil periodo de la “Guerra Cristera”, provocada por la aplicación injusta de la “Ley Calles”. México, como el segundo país con mayor número de católicos en el mundo, ha contado a lo largo de su historia con obispos coherentes, capaces de inspirar e impulsar cambios constructivos en la vida nacional. Vienen a la memoria personajes como el Venerable Siervo de Dios Mons. Ramón Ibarra y González, primer arzobispo de Puebla o San Rafael Guízar y Valencia, obispo de Veracruz. Mons. Martínez, cuya causa de canonización se encuentra abierta, fue parte de una segunda generación de sacerdotes creíbles, con una formación cultural admirable que jugaron un papel muy importante; sin embargo, más allá de las tareas que realizó con una destreza poco usual, nos detendremos a reflexionar un momento sobre su faceta como mistagogo; es decir, experto en la vida espiritual, alguien sensible a las cosas de Dios. La identidad de los místicos hace las veces de un sexto sentido. Mons. Martínez lo tuvo y, por esta razón, sus homilías, artículos y libros siguen siendo hoy un punto de referencia obligado. En él, se unieron la inteligencia y la gracia, dando como resultado una riqueza que fue consolidándose frente al sagrario. Sin duda, la oración, lejos de ser un monólogo, es un diálogo entre dos grandes amigos. Mons. Martínez logró entrar en la dinámica que Dios mueve en torno a los que lo siguen más de cerca. Cuando terminaba sus responsabilidades pastorales, alrededor de la media noche, se retiraba a la capilla, en la que pasaba momentos inolvidables con Jesús, reflexionando, escribiendo, releyendo su vida y, sobre todo, amando. Esto no debe confundirse con una actitud cursi, evasiva. Aquí estamos hablando de amor real, firme, perseverante aun en medio de lo que San Juan de la Cruz, llamó “noches oscuras del alma”; es decir, cuando parece que Dios se ha ido, aunque en realidad permanece para provocar que la fe de la persona crezca, madure. Esas noches silenciosas, fueron para él, una suma de momentos que le permitieron dar y recibir. Por una parte, ofrecía su tiempo, afecto, emociones y demás capacidades, para luego abrirse a la mirada de Dios que lo envolvía, dejando la impronta del Hijo, a quien Mons. descubría como Sacerdote y Víctima. Dicho de otra manera, el que se ofrece a sí mismo, impulsado por el Espíritu Santo.
En una biografía que le dedicó el P. José Guadalupe Treviño M.Sp.S. a Monseñor Martínez en 1956, encontramos incontables citas que demuestran su fe viva, atractiva, cargada de un sentido del humor envidiable, párrafos que explican la visión de un mistagogo sobre la oración, el sentido de la unión con Dios en medio de las ocupaciones del día. Por ejemplo, “estar dispuesto a todo lo que Jesús envíe y confiar en Él en todo y por todo ¿no son las bases solidísimas de una paz inalterable?” o “hace pocos días pensaba en dos atracciones: la que Dios ejerce sobre nuestras almas y la que nosotros ejercemos sobre Dios; porque si hay amor mutuo entre Dios y el alma, tiene que haber mutua atracción”. Vale la pena destacar tres aspectos que lo caracterizaron:
A) Vio en sus diferentes responsabilidades pastorales –parafraseando a Santo Tomás de Aquino- un desbordamiento de la contemplación, pues eso es el apostolado, la serie de acciones que hay que emprender para corresponder a la propia vocación. No era activista, sino un hombre de oración. Contemplaba y, después, actuaba, incidía. En este caso, esforzándose por evitar una segunda persecución religiosa.
B) No nada más reconoce lo que las personas ganan al estar al lado de Dios, sino lo que él recibe de cada una, porque ha querido, por decirlo de alguna manera, estar acompañado del amor humano. En otras palabras, Jesús da y, al mismo tiempo, se deja querer, recibiendo. Ya lo decía San Agustín: “la oración es el encuentro entre la sed de Dios y la sed del hombre”.
C) Reconocer el aporte fundamental que recibió a través de la Venerable Sierva de Dios Concepción Cabrera de Armida (18621937), fundadora de las Obras de la Cruz, quien le transmitió la espiritualidad sacerdotal que lo marcó.
Necesitamos, quizá hoy más que nunca, recuperar la mística. A menudo, parecemos activistas, personas obsesionadas con las definiciones sociológicas, cuando lo importante, el punto de partida, es compartir la vida con Jesús. Lo demás, vendrá como consecuencia de ese amor valiente, firme, ¡sacerdotal! ¿Nos quedamos sin palabras ante el misterio de Dios o lo pasamos por alto?, ¿llevamos una relación espiritual sólida, firme? Vale la pena dejar que Dios se haga presente en nuestra vida y, desde ahí, ser y estar.
En una biografía que le dedicó el P. José Guadalupe Treviño M.Sp.S. a Monseñor Martínez en 1956, encontramos incontables citas que demuestran su fe viva, atractiva, cargada de un sentido del humor envidiable, párrafos que explican la visión de un mistagogo sobre la oración, el sentido de la unión con Dios en medio de las ocupaciones del día. Por ejemplo, “estar dispuesto a todo lo que Jesús envíe y confiar en Él en todo y por todo ¿no son las bases solidísimas de una paz inalterable?” o “hace pocos días pensaba en dos atracciones: la que Dios ejerce sobre nuestras almas y la que nosotros ejercemos sobre Dios; porque si hay amor mutuo entre Dios y el alma, tiene que haber mutua atracción”. Vale la pena destacar tres aspectos que lo caracterizaron:
A) Vio en sus diferentes responsabilidades pastorales –parafraseando a Santo Tomás de Aquino- un desbordamiento de la contemplación, pues eso es el apostolado, la serie de acciones que hay que emprender para corresponder a la propia vocación. No era activista, sino un hombre de oración. Contemplaba y, después, actuaba, incidía. En este caso, esforzándose por evitar una segunda persecución religiosa.
B) No nada más reconoce lo que las personas ganan al estar al lado de Dios, sino lo que él recibe de cada una, porque ha querido, por decirlo de alguna manera, estar acompañado del amor humano. En otras palabras, Jesús da y, al mismo tiempo, se deja querer, recibiendo. Ya lo decía San Agustín: “la oración es el encuentro entre la sed de Dios y la sed del hombre”.
C) Reconocer el aporte fundamental que recibió a través de la Venerable Sierva de Dios Concepción Cabrera de Armida (18621937), fundadora de las Obras de la Cruz, quien le transmitió la espiritualidad sacerdotal que lo marcó.
Necesitamos, quizá hoy más que nunca, recuperar la mística. A menudo, parecemos activistas, personas obsesionadas con las definiciones sociológicas, cuando lo importante, el punto de partida, es compartir la vida con Jesús. Lo demás, vendrá como consecuencia de ese amor valiente, firme, ¡sacerdotal! ¿Nos quedamos sin palabras ante el misterio de Dios o lo pasamos por alto?, ¿llevamos una relación espiritual sólida, firme? Vale la pena dejar que Dios se haga presente en nuestra vida y, desde ahí, ser y estar.