Agradezco a Santiago Mata, autor de la magnífica obra Holocausto Católico, y que desde su "Catedral de los Mártires" (www.forumlibertas.com) nos muestra el testimonio de nuestros mártires, el hacerme llegar la homilía del Cardenal Amato.



Homilía en la beatificación del padre Pío Heredia Zubía y 17 compañeros mártires. Catedral de Santander, 3 de octubre de 2015

La Iglesia celebra hoy en el gozo y en la paz la beatificación de 18 mártires, caídos por defender su identidad de cristianos y de consagrados, todos pertenecientes a la orden cisterciense. Se trata de 16 monjes de la Abadía de Viaceli de Cóbreces y de dos monjas del Monasterio femenino de Fons Salutis de Algemesí.

Entre 1936 y 1939, el sagrado suelo de vuestra patria fue devastado por la tragedia sin precedentes de la guerra civil y de la persecución religiosa. Se trató de la lucha fratricida más cruel nunca sucedida en España, con un balance total de 300.000 muertos. Por tres años, el culto católico fue prohibido en toda el área republicana. La Iglesia oficialmente ya no existía. El historiador español Vicente Cárcel Ortí recientemente ha escrito:

Los eclesiásticos y las religiosas fueron matados porque eran hombres y mujeres de Iglesia. Y por el mismo motivo fueron asesinados hombres y mujeres de la Acción Católica y de otros movimientos eclesiales, o sea, porque eran católicos practicantes. Pero ninguno de ellos estaba implicado en luchas políticas o ideológicas y tanto menos tuvo parte en ellas”.

Los mártires del siglo XX en España fueron personas con la misma talla espiritual que los mártires de los primeros siglos. Fueron cristianos que, llegada la hora de la verdad, prefirieron morir antes que traicionar su fe. En su corazón el amor fue más fuerte que la muerte.

En aquel período, España, país de alta civilización humana y cristiana, fue oscurecida por una tempestad de odio tan pasional que superó por intensidad y por sádica frialdad hasta a las contemporáneas e igualmente sangrientas persecuciones que hubo en México y en la Unión Soviética. Fue un periodo de dolorosa desolación. El papa Pío XI decía:

La pobre y querida España ha visto en estos últimos tiempos desgarrar, una a una, tantas de las más bellas páginas de su historia de fe y de heroísmo, de civilización y de merecimientos civiles en todo el mundo”.

Por eso hoy, antes de que la lluvia del tiempo cancele las huellas de nuestros mártires, la Iglesia trata de recordar y celebrar su heroísmo, como herencia preciosa de civilización y de auténtica humanidad. Sus nombres no están escritos sobre arena, sino en el corazón de Dios.

Con la celebración de hoy, son ya 1544 los mártires de España beatificados hasta ahora. Otras causas están en proceso. Se trata de un verdadero holocausto cristiano.

Estallada la persecución, el monasterio de Cóbreces, que entonces contaba con unas 60 personas, fue invadido por los milicianos en busca de armas. Los revolucionarios confiscaron todos los ornamentos sacros, destruyendo y saqueando cuanto encontraron de precioso y útil. Los monjes, después de un periodo de detención e interrogatorios, de humillaciones y torturas, fueron todos matados en circunstancias y tiempos diferentes, a partir del verano de 1936 hasta final de diciembre del mismo año.

¿Quiénes eran estos mártires de Cristo?

Eran religiosos sin ideologías partidistas. Deseosos solo de servir al Evangelio y de edificar al pueblo de Dios con la oración, el trabajo y el recogimiento. Eran mansos, inofensivos. Como ejemplo, contamos brevemente la vida del que encabeza el grupo, padre Pío Julián Heredia Zubía.

A los 14 años había entrado como oblato en el monasterio cisterciense de la estricta observancia de Val de San José en Getafe, cerca de Madrid. Ni la vida austera de los monjes, ni las restricciones de aquellos años lo desanimaron. Después de la profesión solemne fue ordenado sacerdote y después fue enviado al nuevo Monasterio de Santa María de Viaceli y nombrado maestro de novicios.

Estos, en sus deposiciones, lo recuerdan como un formador preparado, paciente y con una particular devoción mariana. Más de una vez fue sorprendido en la iglesia en actitud de diálogo con la Virgen María. Después, fue Prior del Monasterio, que recibió de él un extraordinario impulso de santidad. Con solo contemplar su rostro, lleno de bondad y sonriente, se sentía uno invitado a imitarlo, a vivir en Dios y a anhelar la santidad. Era entusiasta de la liturgia, llegando a ser un ferviente apóstol de ella. Para él, la liturgia era la vida de la vida del monje. El padre Pío era humilde, amable con todos. Cuando se encontraba con los pobres por la calle les saludaba con una señal de cabeza. Era misericordioso e invitaba a perdonar como nos enseña Jesús en la oración del Padrenuestro. Su venida a Viaceli era considerada una auténtica bendición.

También los otros hermanos mártires, todos más bien jóvenes eran personas buenas, humildes, generosas y totalmente abandonadas a la voluntad de Dios. El más pequeño del grupo era fray Ezequiel Álvaro de la Fuente, de apenas 19 años, que después de una infancia atribulada en la familia, había encontrado en la comunidad monástica la serenidad y la alegría de vivir. Fray Eulogio Álvarez López tenía apenas 20 años. Otro joven, fray Álvaro González López, de 21 años, había deseado tanto consagrarse al Señor junto a su hermano José, también él monje de Viaceli. Otro mártir, fray Ángel de la Vega González, sin darse cuenta de la existencia de la persecución, pidió y obtuvo hacer la profesión solemne en la fiesta de Santiago, el 25 de julio de 1936.
 

Entre los mártires hay un novicio de 23 años, fray Marcelino Martín Rubio, abierto y alegre, que en el momento del arresto no escondió su condición de religioso. Un postulante, el sacerdote padre José Camí Camí, natural de Aytona, provincia de Lérida, asesinado poco antes de entrar en el monasterio.

Después del estallido de la revolución el 18 de julio de 1936, los monjes de Viaceli entraron en un período de total inseguridad para sus existencias. El reino del terror había calado sobre su oasis de paz, como una nube negra que preanunciaba una tormenta devastadora. Los religiosos advirtieron que la hora del martirio se acercaba y se prepararon. Fueron de hecho perseguidos, encarcelados y matados como malhechores, solo por odio contra su fe intocable. Su único pecado era el testimonio de la vida contemplativa, toda consagrada al Señor y a la ayuda del prójimo necesitado.

En la dulce y amable tierra española, había llegado la hora del Anticristo. El 22 de julio de 1936, así dice un informe del alcalde de Alfoz de Lloredo, un grupo de milicianos rojos entran armados en el monasterio, insulta, registra, ponen en el muro a algunos religiosos y simulan su fusilamiento. Los monjes de esta forma fortalecieron su ánimo conscientes del martirio inminente. En la noche entre el 3 y el 4 de diciembre de 1936, el grupo más numeroso de monjes fue tirado al mar en la Bahía de Santander. Entre ellos estaba el padre Pío Heredia, ahogado como los otros con las manos atadas y con la boca cosida con hilo de hierro, porque continuaban orando. Sus cadáveres, horrendamente desfigurados, se encontraron en la playa después de algunos días o incluso meses.

Las ejecuciones tenían lugar de noche, significando que eran el producto del rey de las tinieblas. En todo caso, los religiosos habían recibido una sólida formación al martirio, disponiéndose a aceptar con serenidad de espíritu la persecución y la muerte por amor a Cristo y perdonando a sus verdugos.

También las dos monjas cistercienses del monasterio de Fons Salutis de Algemesí, en la provincia de Valencia, vivieron este periodo de terror. Ya en 1931 el clima sociopolítico de esta ciudad de agricultores sencillos y trabajadores había empeorado de improviso. Cuenta un testigo ocular:

En Algemesí, en 1931, comenzó una ola de terror y de persecución religiosa que aumentaba día a día, con homicidios, robos, violencias, asaltos, profanaciones de iglesias y casas religiosas, odio pertinaz contra los católicos más conocidos. Se vivía en alarma continua. La furia iconoclasta llegó hasta quemar la imagen de la Virgen de la Salud, antiquísima patrona de la ciudad”.
 

En este contexto de fuerte hostilidad fueron martirizadas las dos monjas cistercienses. Sor María Micaela Baldoví Trull, de 67 años, era fundadora del monasterio de Fons Salutis, en Algemesí, del cual fue abadesa hasta la muerte.

Con ella fue martirizada también la monja Natividad Medes Ferris, de 56 años. Sor María Micaela fue fusilada junto a su hermana Encarnación a las 21 horas del 10 de noviembre, habiendo quedado gravemente herida, los vecinos oyeron sus lamentos durante toda la noche. A la mañana siguiente, los milicianos completaron el crimen aplastándole la cabeza.

Sor María Natividad fue arrestada el 11 de noviembre. Detenida con sus tres hermanos, dos carmelitas y el otro, José, laico. Bajando por las escaleras, consciente ya del fin inminente, gritó: ¡Viva Cristo Rey! Le hicieron subir al coche de la muerte y la fusilaron en medio de la carretera. El automóvil hizo escarnio del cadáver, golpeándolo varias veces y aplastando la cabeza de la monja. Días después, aún quedaban manchas de sangre en la carretera. Ningún signo de respeto ni de piedad humana hacia las dos pobres religiosas.

En la Carta Apostólica que hemos leído, el papa Francisco alaba a los mártires de Viaceli y de Fons Salutis, los cuales, él dice, “fieles a su vocación monástica, no tuvieron miedo de perder la vida terrena, seguros de renacer a la vida eterna con Cristo Resucitado”. En la lectio divina cotidiana ellos habían meditado a menudo las palabras de Jesús: “Quien quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la salvará”.

Los mártires no se han avergonzado de Cristo. Conscientes de que su Viacrucis les habría unido para siempre a Jesús en un abrazo de gozo sin fin. Ellos recordaban bien las palabras proféticas del apóstol y mártir Pablo, que a los fieles de Roma, atribulados por las persecuciones, escribía: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Como está escrito: por tu causa nos entregan a la muerte cada día, nos tratan como a ovejas de matanza”.

Nuestros beatos mártires estaban persuadidos de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente ni futuro, ni potencia, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos nunca del amor de Dios en Cristo Jesús Nuestro Señor. Con su fe firme en Dios, los beatos mártires han salido victoriosos sobre sus enemigos, y sobre el gran acusador, el dragón maligno, el diablo, precipitado por el Señor en el infierno de la muerte eterna.

Su boca, sellada con hilo de hierro por sus torturadores, ha sido liberada para retomar el canto gozoso de la alabanza divina: “Señor, ábreme los labios y mi boca proclamará tu alabanza”.

¿Qué dicen los mártires?

Los nuevos beatos mártires de Viaceli y de Fons Salutis, nos invitan hoy, invitan a sus hermanos y hermanas, a perseverar en la fidelidad a su vocación, en la oración, en la alabanza del Señor, sosteniendo a la Iglesia con sacrificio cotidiano. Este es un verdadero martirio blanco, testimonio cada día para la edificación de la Iglesia y para la redención del mundo. Es el bendito incienso que se eleva al cielo.

En segundo lugar, ellos os exhortan a mantener siempre abierta la puerta del monasterio a los que llaman para buscar consuelo, asistencia, ayuda. El recuerdo de la generosidad de los mártires hacia los necesitados debe seguir reviviendo en vosotros con la misma magnanimidad y amabilidad. Sabemos por ejemplo que aún hoy la comunidad vive de su propio trabajo, da ocupación a no pocos habitantes de Cóbreces, con los cuales desde siempre se ha establecido una relación justa y amistosa. Sabemos también que los pobres, de acuerdo con la tradición, encuentran siempre hospitalidad y limosna en vuestros monasterios.

En fin, los beatos mártires, desde el cielo santo de Dios, se unen cada día a vosotros para cantar la Salve Regina a los pies de María, Reina y Señora de la Orden cisterciense y Madre de la Iglesia. Que esta alabanza mariana siga difundiéndose en la Iglesia y en todo el mundo como llamada materna para todos nosotros, a anhelar el paraíso, meta gozosa de todo bautizado.

Beatos mártires cistercienses, rogad por nosotros. Amén.