“El tentador se le acercó y le dijo: ‘Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes.” (Mt 4, 3)
El Señor quiso pasar por la prueba más común que sufre cualquier hombre: la de la tentación. Así nos demostraba su completa solidaridad con nosotros. Una de esas tentaciones fue la de la inactividad, la de la pereza, la de recurrir a los milagros en vez de poner todo de nuestra parte para que se resuelvan los problemas. Los milagros existen y hay que pedirlos, pero no a costa de que sirvan para cultivar nuestra indolencia.
Para colmo, hay muchos que tienen la osadía de hacerle a Dios responsable de las cosas que van mal en el mundo mientras ellos no hacen nada para solucionarlas. La Madre Teresa decía: “Lo que tú puedes hacer es muy poco, apenas una gota de agua en un desierto, pero de ese poco tú eres responsable”. Por lo tanto, es injusto y ofensivo criticar a Dios o a los demás por las cosas que van mal mientras no se está haciendo todo lo posible para solucionar los problemas. Esta tentación se vence aceptando el compromiso, el esfuerzo que representa ayudar a los demás. A la vez hay que rezar, sabiendo que nuestras fuerzas no son suficientes para conseguir los problemas. Los milagros de Dios deben encontrarnos trabajando.
Suele suceder, además, que las personas que hacen el bien incluso de forma heroica no tienen crisis de fe. La Madre Teresa es un ejemplo, y como ella tantos misioneros, religiosos y religiosas. Simplemente, se limitan a aceptar el misterio de Dios y a no perder el tiempo con crisis que para lo único que sirven es para quitarles fuerzas en su trabajo de ayudar a los pobres.