Hace algunos años hablaba con un amigo sobre las consecuencias de la fe en la vida ordinaria. Me contestó algo así como: "Oye, que yo también soy católico, aunque no soy tan fanático como para ir a misa todos los domingos". El comentario me dejó perplejo, pues mi interlocutor consideraba como un exceso lo que para un católico, simple y llanamente, es el umbral mínimo de la práctica religiosa. Ir a misa los domingos no es práctica para unos pocos católicos superdevotos, sino para todos; de tal manera que se atenta contra el tercer mandamiento si no se asiste ese día. Claro está que para un católico que realmente se da cuenta de la presencia real de Jesús en la Eucaristía, ir a misa no se considera un precepto (algo obligatorio), sino una manifestación elemental de amor a Dios.
Me venía esto a la cabeza cuando en estos días se está discutiendo sobre lo que deberían acordar los asistentes al sinodo sobre la familia que comienza hoy. Desde unos medios y otros se alecciona a la Iglesia para que cambie su posición moral, como si aceptar el divorcio o el matrimonio homosexual fuera a llenar los templos de fieles. En el muy improbable caso de que así fuera, no es ése desde luego el criterio para decidir sobre cuestiones tan delicadas, ya que el cristianismo no es un movimiento sociológico (que vira según las tendencias sociales), sino el seguimiento de una Persona, Jesucristo, que propuso un modo de vida que hace más féliz al ser humano. Ciertamente hay una gran cantidad de divorciados casados de nuevo, que les gustaría comulgar y estar en un contacto más vivo con la Iglesia. Nada les prohibe esto último. Como bien a dicho el Papa, una cosa es no poder comulgar y otra estar excomulgado, por lo que son bienvenidos a participar en los sacramentos, aunque no puedan recibirlos mientras sigan en esas circunstancias.
El tema de fondo es si la Iglesia puede cambiar lo que millones de cristianos han creído y vivido en los últimos dos mil años de historia. "La democracia de los muertos", como le gustaba expresar a Chesterton. No es cuestión solo de ser fiel al mensaje de Jesucristo, sino también al legado de quienes nos han precedido en la fe. No es necesario recordar que ha habido cristianos que han perdido la vida por defender el matrimonio indisoluble (Sto. Tomás Moro y una gran cantidad de mártires ingleses, por ejemplo), como para que ahora frivolicemos sobre este asunto.
Me parece importante convencerse que la difusión del Evangelio no implica distorsionarlo para que nuestros contemporáneos lo acepten, sino más bien presentarlo de un modo que lo entiendan y, con la gracia de Dios, lo vivan libremente. No se trata de que cambiemos el Evangelio para adaptarlo a los tiempos, sino de que cambiemos los tiempos para que sean más acordes con el Evangelio. Sabemos que el mundo es cada vez más individualista, pero no podríamos renunciar al mandato del amor cristiano para que los egoístas entiendan mejor la fe: se trata más bien de convencerles que el egoísmo les hace más infelices que la generosidad.
En suma, no podemos presentar el cristianismo como algo flácido, adaptable a cualquier molde como una masa de repostería. El cristianismo es exigente (a Jesús le costó morir en la Cruz), pero llena de felicidad y sentido en la vida. Predicar otra cosa puede hacer el mensaje más asequible a muchos, pero hará que pierda toda su eficacia.
Me venía esto a la cabeza cuando en estos días se está discutiendo sobre lo que deberían acordar los asistentes al sinodo sobre la familia que comienza hoy. Desde unos medios y otros se alecciona a la Iglesia para que cambie su posición moral, como si aceptar el divorcio o el matrimonio homosexual fuera a llenar los templos de fieles. En el muy improbable caso de que así fuera, no es ése desde luego el criterio para decidir sobre cuestiones tan delicadas, ya que el cristianismo no es un movimiento sociológico (que vira según las tendencias sociales), sino el seguimiento de una Persona, Jesucristo, que propuso un modo de vida que hace más féliz al ser humano. Ciertamente hay una gran cantidad de divorciados casados de nuevo, que les gustaría comulgar y estar en un contacto más vivo con la Iglesia. Nada les prohibe esto último. Como bien a dicho el Papa, una cosa es no poder comulgar y otra estar excomulgado, por lo que son bienvenidos a participar en los sacramentos, aunque no puedan recibirlos mientras sigan en esas circunstancias.
El tema de fondo es si la Iglesia puede cambiar lo que millones de cristianos han creído y vivido en los últimos dos mil años de historia. "La democracia de los muertos", como le gustaba expresar a Chesterton. No es cuestión solo de ser fiel al mensaje de Jesucristo, sino también al legado de quienes nos han precedido en la fe. No es necesario recordar que ha habido cristianos que han perdido la vida por defender el matrimonio indisoluble (Sto. Tomás Moro y una gran cantidad de mártires ingleses, por ejemplo), como para que ahora frivolicemos sobre este asunto.
Me parece importante convencerse que la difusión del Evangelio no implica distorsionarlo para que nuestros contemporáneos lo acepten, sino más bien presentarlo de un modo que lo entiendan y, con la gracia de Dios, lo vivan libremente. No se trata de que cambiemos el Evangelio para adaptarlo a los tiempos, sino de que cambiemos los tiempos para que sean más acordes con el Evangelio. Sabemos que el mundo es cada vez más individualista, pero no podríamos renunciar al mandato del amor cristiano para que los egoístas entiendan mejor la fe: se trata más bien de convencerles que el egoísmo les hace más infelices que la generosidad.
En suma, no podemos presentar el cristianismo como algo flácido, adaptable a cualquier molde como una masa de repostería. El cristianismo es exigente (a Jesús le costó morir en la Cruz), pero llena de felicidad y sentido en la vida. Predicar otra cosa puede hacer el mensaje más asequible a muchos, pero hará que pierda toda su eficacia.