-Sí, cápsulas de café, que se han acabado.
-Perfecto. ¿De qué tipo?
-Pues el que quieras: espresso, barista... solo asegúrate de que no sea descafeinado, ´porfa´.
Esa última frase, "asegúrate de que no sea descafeinado", la pronuncio alto y claro, vocalizando con esmero, tratando de asegurarme de que está prestando atención. Aparentemente lo hace. Mi marido, digo. Me mira y asiente. Parece que ha quedado claro ese pequeño detalle.
Al día siguiente, temprano, corro a por mi droga matutina, vital, imprescindible.
Me aficioné al café hará cosa de un año. El cuarto hijo me pareció una razón de peso para dejar de pensar que mis solas fuerzas bastaban para mantenerme de pie durante todo el día. Confieso que fue todo un descubrimiento. La de siestas que me habría ahorrado en la biblioteca de la universidad cuando trataba de estudiar para los finales si hubiera conocido los poderosos efectos de esa semilla de color oscuro. Así que, desde entonces, el café de primera hora marca la diferencia entre ir por la casa como una zombie o liquidar cada obligación en cuestión de minutos y sin pestañear. Vital, como digo.
Pues bien, después de este paréntesis esclarecedor y nada baladí, continúo mi relato:
Llego a la cocina cual Sansón después de pasar la noche con Dalila, en busca de mi energía perdida, enciendo la cafetera y busco la caja de cápsulas. Y la encuentro. Allí, inmóvil, ajena a mi cansancio y mi necesidad, silenciosamente odiosa: una caja aniquiladora de café ´espresso´ con una inscripción justo debajo: DESCAFEINADO. En ese momento, mi respiración se paraliza, mi corazón se acelera y todas las fuerzas de mi cabeza se concentran en un solo quehacer: llenarme de ira. Como en una película de vhs, mi memoria da marcha atrás hasta unas doce horas antes, paso por paso, momento a momento, hasta llegar a la dichosa frase: "ASEGÚRATE DE QUE NO SEA DESCAFEINADO". Eso era lo único importante. El único dato a tener en cuenta. Todo lo demás no importaba. No le pedí un café concreto de capuchino con virutas de caramelo. Traté de simplificarlo al máximo. Solo había un factor que debía estar bajo control: la cafeína. Pero allí está, esa caja desafiante, recordándome que me voy a pasar el día dando tumbos por culpa de...
Aquí llega la disyuntiva, como en el programa de Sobera:
Opción A: "aaaaaarrrrrrrrrghhhhhhhhhhh". Las fuerzas de la naturaleza se han desatado. Me dirijo por el pasillo -cual Godzilla avanzando por las calles de Manhattan- hacia el dormitorio, donde mi marido termina de vestirse relajadamente, desconocedor, como es lógico, del huracán que se avecina.
Aunque normalmente, a estas horas, alguno de los niños aún duerme y suelo pedirle a Jose Antonio que no dé portazos para no despertarlos, entro en la habitación sin hacer miramientos al volumen de la avalancha que voy a desatar:
-"¿Era tan difícil? ¡Lo único que te pedía era que el café no fuera descafeinado! ¡Y es lo único que has hecho! ¡Café descafeinado! ¡Descafeinado! ¡Para qué narices me preguntas si quiero algo si luego no traes lo que te pido! ¡Para eso habría ido yo!"... y bla, bla, bla.
Jose me mira atónito. Puede que pensando en lo nerviosa que me pone el café por la mañana... Todavía no ha encajado que una diferencia tan nimia entre un café normal y uno descafeinado sea la causante de semejante ataque de nervios, y así me lo hace saber, con cordialidad:
-"Bueno, no será para tanto, ya me acerco luego y te traigo uno normal".
La respuesta es claramente bienintencionada, contiene, incluso, ánimo de rectificación. Pero mi cerebro descafeinado no está preparado para el diálogo en estos momentos. Se ha desatado la bestia. Vamos, que la monto. No es necesario describir el pollo entero, creo yo. Que para muestra basta un botón y bastante dignidad he perdido ya con esta historia...
Pero lo cierto es que, cuando una está inmersa en su problema, nada ni nadie puede hacerle ver con claridad que quizás, por muy dramático que resulte no tener café por la mañana, el asunto no es tan importante como para poner en pie de guerra a un matrimonio para las próximas horas. Y esta sería la
Opción B: fumarse un puro. Lo que viene siendo la versión castiza del "take it easy". Pensar antes de montar el pollo. Relajarse. Tomárselo con calma. ¡Ay! Qué sencillo es escribirlo. Unas pocas letras en orden. Nada más. Pero hay que hacerlo antes de que sea tarde. Porque lo que nos suele ocurrir a los que tratamos de corregir nuestra impulsividad con duras luchas de carácter, es que encima, luego, aunque quizás tuviéramos razón, nos toca pedir perdón por idiotas. Por habernos dejado llevar. Por haber entrado al ruedo como cabestrillos descontrolados, sin pensar en la relevancia de nuestras acciones ni en sus consecuencias. No merece la pena. Normalmente, no merece la pena. Casi nunca merece la pena. Y, si la merece, de nada servirá que la discusión se inicie a gritos o con un enfado cegador.
Por eso, es importante, aunque a veces complicado, parar unos segundos antes de cualquier enfado. Poner frialdad y autodominio en uno mismo y analizar si ese enfado va a traer algo constructivo y, sobretodo, si de verdad es tan grave lo ocurrido como para perder un minuto de paz, alegría, buen humor y, en definitiva, amor matrimonial. Mejor fumarse un puro, sonreír, y trivializar los pequeños conflictos sin importancia.
PD: a mi amiga Amanda, a la que debo tantos conocimientos sobre puros.