Números 11, 25-29; Santiago. 5, 1-6.; Marcos. 9, 38-43. 45. 47-48.
«No se lo impidáis, pues no hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí»
«La paz se construye desde el respeto, la humildad y la aceptación. Para comprender a los demás tengo primero que aprender a estar en paz y cómodo en el lugar en el que estoy»
Nos da miedo mostrarnos tal como somos ante los demás. Sin máscaras. Sin barreras. Por eso cuando nos abrimos lo hacemos sólo ante aquellos que nos aman incondicionalmente y no nos van a juzgar por lo que decimos. Sabemos que van a interpretar correctamente nuestras palabras y no tenemos que medir lo que decimos. Nos sentimos desnudos cuando contamos nuestras creencias, nuestro secreto, nuestro misterio de vida. Cuando compartimos ese terreno sagrado del alma necesitamos que el otro nos acoja con paz. Que no nos ignore. Que no nos juzgue con su mirada, con sus gestos. Que nos escuche con atención. Somos vulnerables al mostrar lo que hay en nuestro corazón. Nos quitamos las máscaras y los seguros. Por eso, cuando no somos aceptados, nos cerramos. Y el vínculo se debilita. Ponemos barreras para que nadie acceda. Como leía el otro día: «Es imposible mantener una amistad real cuando nadie cree poder aceptar ayuda y ni siquiera habla de sus cosas»[1]. Es humano que nos cerremos cuando hemos sido heridos con anterioridad. O cuando no han comprendido lo que queríamos decir. O no han aceptado nuestra vida como es. Estamos hechos de barro, somos frágiles. Somos sensibles y nos sentimos ofendidos cuando no nos escuchan con respeto, nos juzgan y condenan, cuando nos desprecian en nuestra verdad. A veces somos muy sensibles ante las críticas y los desprecios. Pero no lo somos tanto para lo de los demás. Y podemos ofender a otros con nuestra actitud. Si yo tuviese que contar el secreto de mi vida, mi verdad más honda. ¿Cómo lo haría? ¿Ante quién lo haría? Si aprendo a reconocer lo que siento, lo que pienso, lo que quiero, lo que espero, lo que no deseo. Si aprendo a saber quién soy y lo que tengo que aportar. Si de verdad me conozco y sé lo que quiere Dios de mí, me será más fácil abrirme, amar, crear vínculos, comprender a otros. Pero cuando no nos conocemos y nos duele una herida profunda cuyo origen desconocemos, es más difícil amar bien, sin querer retener, sin herir, sin despreciar. Es más difícil entonces llenar el vacío del alma. Cuando más servimos, cuando más amamos con respeto y humildad, cuando menos exigimos a los demás, cuando menos esperamos de las personas, más recibimos. Pero cuando nos pasamos la vida mendigando cariño, exigiendo respeto, demandando atención, exigiendo ciertas actitudes y comportamientos, rara vez obtenemos lo que deseamos. Creo que lo que más nos cuesta en esta vida es entendernos a nosotros mismos. Escuchar la voz del alma. Sus gritos. Sus silencios. El dolor y la alegría. La nostalgia de infinito. La desproporción de nuestras reacciones. La capacidad para soñar. El miedo a perderlo todo. Nos cuesta mucho saber por qué reaccionamos de una determinada manera. Descifrar nuestros miedos ocultos entre las sombras. Saber lo que nos gusta de verdad y lo que hacemos para que los demás nos acepten. Reconocer nuestras pasiones y aprender a convivir con ellas. A veces no somos capaces de decir quiénes somos porque no nos entendemos. Porque no hemos profundizado demasiado en nuestra alma. Nos falta hondura, siempre pienso en ello. Decía el P. Kentenich: «Tenemos muchos impedimentos en nuestro interior, tales como la ley de la gravedad, el cansancio del hombre moderno, la general falta de interés por la vida interior profunda»[2]. Por eso no sabemos descubrir nuestras necesidades. Y no percibimos con claridad el sueño de Dios para nosotros. Y por eso, como no nos poseemos, como no aceptamos nuestra propia vida como es, con sus debilidades, con lo que nos toca vivir, nos cuesta aceptar a los demás. Tal vez por eso nos resulta complicado descubrir lo que los demás nos quieren decir cuando nos desvelan su misterio. A veces oímos o creemos oír lo que nos dicen, pero no escuchamos. O interpretamos sus palabras y ponemos en su boca lo que no han dicho. Nos cuesta ponernos en el lugar del otro para comprender lo que nos dice. ¡Qué difícil comprender a los demás! Su pasado, su hogar. Sus amores y pasiones. Sus desamores y desencantos. Sus éxitos y fracasos. ¡Qué difícil mirar con su mirada! Desde sus ojos la realidad tiene un color diferente. Nos cuesta ver la vida con otros ojos. Solemos interpretar la realidad desde nuestra verdad. Y juzgamos y condenamos actitudes porque para nosotros son condenables. ¡Qué difícil construir la paz cuando no nos ponemos nunca en el lugar del otro! La paz se construye desde el respeto, desde la humildad, desde la aceptación.
Creo que para comprender a los demás tengo primero que comprenderme a mí mismo. ¡Cuánto me cuesta! Para poder ponerme en el lugar del otro, tengo que aprender a estar en paz y cómodo en el lugar en el que estoy. Saber lo que pienso y creo, tener opiniones sobre las cosas. Saber lo que me parece importante y superfluo. Porque así no me dejaré llevar por las opiniones de los demás y no cambiaré de opinión rápidamente con los nuevos vientos. Decía el P. Kentenich: «De este modo se abre el camino al hombre masa sin alma o sin interioridad, cansado de la libertad e incapaz de decidir, que puede ser movido de un lado al otro como una caña mecida por el viento de la opinión pública o por el látigo del dictador»[3]. El hombre que se deja llevar por la masa es un hombre que no tiene claras sus ideas, que no sabe a quién sigue. ¿Soy así? ¿Tengo claro a quién sigo? ¿Tengo claro lo que pienso? Tener ideas claras sobre lo que quiero que sea mi vida no me cierra a los demás, al contrario, me abre. Por eso es tan importante cultivar la humildad y el respeto desde la propia verdad. No nos abrimos cuando pensamos que somos poseedores de verdades absolutas. Verdades que excluyen los demás puntos de vista sobre la realidad. Necesito abrirme a que los otros pueden tener razón en su verdad. Necesito aceptar que no todo es blanco o negro, que hay matices, y que la vida, vista por otros ojos, tiene otra luz. Tengo que aceptar que no por pensar de otra forma una persona no es digna de mi aprecio. No puedo creer, como los apóstoles, que si unos desconocidos hacen milagros en el nombre de Cristo son mis enemigos. A veces nos ocurre con aquellos que actúan de una forma diferente a la nuestra. Los condenamos. Comprender es un acto del corazón más que de la razón. El corazón comprende aquello que a la razón confunde. Si me quedo encerrado en la seguridad de mi verdad. Si me escondo de los hombres en la protección de mis muros, es imposible un diálogo verdadero, hondo y auténtico. No necesito pensar de la misma forma como piensan los otros para quererlos y respetarlos. Es cierto que a veces es más fácil amar al que piensa como yo. Pero no siempre es así. En ocasiones no es tan fácil amar a los que tienen los mismos principios, la misma fe. ¿Cómo es mi corazón? ¿Estoy abierto al que hace las cosas de otra forma? Las opiniones diferentes sobre la vida son muchas y variadas. Una persona que no piensa ni actúa como yo, no está cuestionando mi forma de actuar. La verdad de mi vida no se construye sobre la aceptación de todos. No es posible. Otras formas de pensar sólo muestran la riqueza de este mundo. Tener un corazón abierto, flexible, libre, nos capacita para la vida. Nos convierte en constructores de paz. Tener un corazón rígido, estrecho, esclavo, nos encierra y aísla. Sólo puedo construir unidad desde el amor y el respeto. No quiero convencer a nadie de que mi opinión es la mejor. No es posible, ni necesario. ¡Qué difícil sembrar paz desde el rencor! ¡Qué difícil unir cuando no acepto al que no piensa como yo! La unidad y la comprensión son un verdadero milagro. El lenguaje del corazón es uno. Pero no lo conocemos.
Hay dos maneras de pensar acerca de la bondad. Como un rasgo fijo: o lo tienes o no lo tienes. O como un músculo. En algunas personas ese músculo es naturalmente más fuerte que en otras, pero puede crecer y hacerse más fuerte con el ejercicio. Me gusta pensar en la bondad como un músculo. Crecer en la bondad requiere constantemente mucho trabajo. Jesús fue un hombre bueno. Su alma estaba llena de bondad. Pero al mismo tiempo vivió ejercitando el músculo de la bondad. Pasó por la vida haciendo el bien. Hay personas buenas por naturaleza. No se esfuerzan mucho y son buenas. No piensan mal, no actúan mal. Hay otras a las que les cuesta mucho más practicar el bien. Tienen que esforzarse, ejercitan el músculo. Tienen que aprender a mirar la vida con bondad. Y a actuar movidos por la bondad. Es verdad que ser bueno no es sinónimo de ser santo. Hay gente buena que no es santa. Porque la santidad tiene que ver con estar llenos de Dios, con actuar movidos por Dios, con ser dóciles al querer de Dios, con amar a Dios y a los hombres con toda el alma. Eso sí, una persona buena lo tiene más fácil para pasar haciendo el bien y construir la paz. Le sale con facilidad. Lo normal es que experimentemos en nuestro corazón esa tensión entre el deseo de hacer el bien y el mal que hacemos. Una persona rezaba: «Te quiero entregar, Señor, la herida que se repite. Espero a veces que los que se han sentido heridos por mí, no se acuerden. Espero compensar el mal con el bien, pero ni así se remedia. Lo peor es que sigo cayendo, sigo hiriendo. A veces me es casi imposible ver la bondad en mí, tu propia bondad. Y siento que es incompatible ser a la vez miseria y bondad. No sé qué quieres, Señor, con ello, no sé qué quieres al descubrírmelo con tanta claridad. Quizás sólo quieras que me acepte sin más, pero ni eso sé hacer. Pero creo tener conciencia de mi miseria, incluso de esos rincones en los que no me atrevo a entrar. Sé que Tú estás también allí. Sólo eso me consuela». Veo mi miseria y mi anhelo de santidad. Mi pecado y el mal que hago. La desproporción entre lo que sueño y lo que logro. Es fuerte el deseo de hacer el bien. Como decía San Pablo: «Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago». Rom 7,19. Nuestro mal hiere. Nuestro pecado causa daño. Nos gustaría no hacer el mal. Pasar por la vida haciendo el bien. Que al final del camino nos recordaran como hombres que sembraron muchas semillas de bien. Por eso es tan importante ejercitar el músculo del bien. Aunque no nos salga natural, hacer el bien. No devolver nunca mal por bien. No causar daño por envidia, por celos, por rencor. ¡Qué difícil evitarlo tantas veces! Miramos a María. Le pedimos a Ella que nos enseñe a actuar con un corazón bueno. ¡Tiene tanto trabajo por hacer en nosotros! Esa alianza de amor con Ella es un seguro de vida. Ella nos enseña a hacer el bien. Sin importarnos el mal que nos hayan causado antes. Es un milagro. Una forma nueva de mirar la vida. Me gusta una descripción de ese cambio que anhelamos: «Cuando la serpiente percibe que comienza a envejecer, a arrugarse y a oler mal busca un lugar con juntura de piedras y se desliza entre ellas de tal manera que deja la vieja piel y con ello le crece una nueva. Lo mismo debe hacer el hombre con su vieja piel, esto es, con todo aquello que tiene por naturaleza, por grande y bueno que sea, pero que ha envejecido y tiene fallos. Para ello es necesario que pase por entre dos piedras muy juntas. Sin atravesar esa angostura no se madura, no se renueva. El hombre exterior tiene que ser raspado para que el interior se renueve día tras día»[4]. A veces, cuando sintamos que nos hemos endurecido, que devolvemos mal por bien, que nos hemos llenado de amargura, entonces tenemos que pedirle a María que haga con nosotros como con la serpiente. Pasar entre dos piedras para quitarnos esa piel endurecida. Para que salga la bondad que llevamos en el alma tenemos que quitarnos esa piel dura y egoísta. Pasamos por esa angostura para renovar el corazón. Seguro que tiene que ver con ese cortar del que hoy Jesús nos habla. Cortar con lo viejo, con lo duro, con lo rígido. Cortar con lo que no nos hace bien, con lo que impide sacar la bondad que tenemos en el alma. Cortar con esa actitud enferma, egoísta, celosa, que tantas veces nos limita.
Juan se acerca hoy a Jesús. Tiene una inquietud en el alma. Seguramente habla en nombre de todos: «Juan le dijo: - Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y no viene con nosotros y tratamos de impedírselo». Lo que pregunta Juan lo podríamos preguntar nosotros mismos. Es tan humano. Tiene que ver con la mirada. Un mismo hecho se puede mirar de distintas formas. Es la mirada pura o la mirada que siempre mancha, sospecha, juzga y ve algo oscuro detrás de una apariencia inocente. La mirada ¿Cómo miramos la vida? ¿Cómo miramos a los demás? Juan ha visto a un hombre que libera y cura, que desata personas encadenadas en al alma por la angustia y el demonio. Un hombre que siembra paz y hace el bien. Sana en el nombre de Jesús. No en el suyo propio, sino pronunciando a Jesús. No hace mal a nadie, al contrario, hace el bien. Pero no es de los suyos. Por eso Juan y los otros discípulos trataron de impedir que siguiera haciendo el bien en el nombre de Jesús. Es curioso. Así dicho suena extraño. Quizás Juan esperaba la aprobación de Jesús por haber prohibido a ese hombre hablar en su nombre. Tal vez estaban molestos por la osadía de ese hombre que se atreve a hacer lo que ellos hacen, lo que Jesús hace, sin permiso. Su mirada es muy humana. Tienen seguramente miedo de dejar de ser los únicos, los elegidos. Miran al hombre y sólo ven que no pertenece a su grupo. No es de los suyos. Ellos tienen en exclusividad el poder para curar en el nombre de Jesús. Al mirar al hombre, sólo ven que no es de ellos, y no que libera nombrando a Jesús. Ese hombre actúa descentrado, porque no cura en su propio nombre sino en el de Cristo. Es lo mismo que Jesús les pidió cuando los envió a misionar. Que fueran en su nombre, que curaran en su nombre. Y ahora otro, un desconocido, usurpa su misión. La mirada de los discípulos es a veces la nuestra. Criticamos. Nos parece mal lo que otros hacen. Aunque sea un bien lo que están haciendo. Nos duele la forma como lo hacen, el que no tengan derecho a hacerlo. No procede. Esto es mío. Lo poseo yo y nadie puede usarlo. Esta persona es de mi propiedad y me cuesta cuando se acerca otro. Quizás, al mirar a ese hombre que sana el alma en nombre de Jesús, los discípulos temen perder su predilección, ese famoso puesto que se han merecido después de tantos días a su lado. Y ahora llega uno cualquiera, que no anda con ellos, y quiere tener el derecho de actuar como Jesús. ¡Cuántas veces pensamos así, protegemos lo nuestro, rechazamos a otros!
Hoy Jesús nos pide que confiemos en las personas, que no condenemos con facilidad: «Jesús dijo: - No se lo impidáis, pues no hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros, está por nosotros». Jesús les invita a la confianza. A veces caemos en el juicio y en los celos. Nos molesta que otros tengan protagonismo. Incluso que destaquen o realicen obras más grandes que las nuestras. Nos molesta y condenamos. Jesús nos invita a la misericordia. El que no está contra nosotros, está de nuestro lado. Es bonito pensar así. Es una mirada positiva sobre la vida, sobre las personas. Jesús sólo ve al hombre. Ve la rectitud de la intención. Yo quiero mirar así, al corazón, a la bondad de las personas, a lo que son en lo más hondo. No quiero quedarme en la fachada, en la apariencia. No quiero imaginar lo que se esconde. Quiero ver la verdad de su intención. Sin clasificar porque no sean de los míos, porque no piensen como yo, porque tengan distintas formas, distinta vida. Jesús mira a ese hombre y lo admira. Admira su fe. Su valentía. Su humildad al nombrarle, sin señalarse a sí mismo. Se fija en sus obras, que son de misericordia. Se fija en su alma. No duda de sus intenciones. Quiere que los suyos también limpien su mirada. Les pide que no encasillen, que cuenten con todos, que miren las obras y el amor con que las hacen. Todos caben. Cualquiera. No hay nadie fuera, sea quien sea. Nadie que le nombre a Él al hacer el bien puede estar lejos. Jesús, con paciencia, les ayuda a mirar como Él. A mirar dentro, no fuera. Con libertad. Sin miedo. A mirar al otro sin pensar en lo que les quita, sino sólo lo que el otro es. Juan habla con Jesús después de haber prohibido hablar a ese hombre. No se lo consultaron antes. Lo hacen y después se lo cuentan. Muchas veces hago yo lo mismo. Le cuento a Jesús lo que he hecho y quiero que me apoye, que me felicite, que confirme esa decisión que tomé sin sentarme a hablarla con Él antes. Sin haberle pedido que me ayudase a mirar con sus ojos. A amar desde su corazón. Jesús quiere que sean grandes de alma, y no mezquinos. Comprensivos, acogedores, respetuosos, abiertos. Les enseña a compartir lo que tienen sin querer quedárselo. A ser generosos. A dar. Sin tener celos, ni envidia. Dios valora cualquier cosa pequeña que hagamos. Hasta dar un vaso de agua. Su medida es generosa. Su amor es sin medida. Hoy examinamos nuestra mirada. ¡Cuántas veces, cada noche, le decimos lo mismo a Jesús: «Jesús, hoy he visto…»! Y le contamos la queja que tenemos contra el otro, lo bien que lo hemos hecho nosotros. Y esperamos su aprobación. Y Jesús, como esa noche con Juan, nos acoge, nos dice que amemos, que salgamos de nosotros mismos, que miremos desde el otro, no desde nosotros. Lo que hace el otro no tiene por qué ser motivo de celos, de comparación, de juicio o amenaza. Miramos desde nuestro cristal. Jesús nos enseña a mirar hasta el fondo. Quizás esa persona no cree, o su fe es distinta, o sus ideas no tienen que ver con las mías. Pero en sus obras, en su bondad, Dios está presente. Es curioso cómo el mismo hecho Juan y Jesús lo ven de forma distinta. Quizás gracias a que hablaron, Juan pudo mirar de un modo nuevo. Juan era noble, amaba a Jesús, y se fiaba de Él. Todo esto, poco a poco, iba forjando su alma en el molde de Jesús. ¿Cómo es mi mirada? Me conmueve esa mirada de Jesús. Todos somos suyos, no hay fuera ni dentro. Somos de Dios. El que llega el último y el primero. ¡Qué manera tan bonita de dar alas, de regalar sin querer atesorar! Jesús da lo que tiene. Y no le importa que otros lo usen. ¡Cuánto nos cuesta dar lo que somos gratis, sin condiciones, sin contabilizar el éxito!
Jesús nos pide hoy que no escandalicemos a nadie con nuestras palabras o con nuestras acciones: «Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen, mejor le es que le pongan al cuello una de estas piedras de molino que mueven los asnos y que le echen al mar». Que mi conducta no sea causa de escándalo para otros. Mi conducta, mis palabras, mis incoherencias, mis pecados, pueden dañar la inocencia de aquellos que me miran. Creo que el escándalo es el peor daño que podemos causar a otros. Pero una cosa es escandalizar y otra muy distinta defraudar. El escándalo viene provocado por nuestra incoherencia de vida, por nuestro pecado. Mientras que a veces defraudamos cuando no respondemos a las expectativas que los demás se han formado sobre nuestra vida. A veces podemos ponernos como meta en la vida ser modelo para todos. Modelo por nuestras palabras, por nuestros actos. Creo que el ideal de nuestra vida no puede ser únicamente ser modelo para los demás. Porque lo normal es que siempre defraudemos a alguien. No podremos estar a la altura de todo lo que los demás esperan de nosotros. ¡Cuántas veces vivimos tratando de no defraudar a nadie! Ser modelo en todo se convierte en un deber ser que nos paraliza. Cumplimos expectativas, corremos de un lado a otro para llegar donde nos piden, damos más de lo que tenemos. Nos estresamos intentando cumplirlo todo bien. Pero una y otra vez no lo logramos. Caemos, acariciamos nuestra debilidad. Jesús no nos pide que no defraudemos a nadie. Eso escapa a nuestro control y es parte de nuestro límite y del límite de los demás. Jesús mismo defraudó a muchos. No hizo todos los milagros que podía haber hecho, incluso no hizo algunos que le pidieron. Defraudó con sus silencios. Defraudó con sus palabras. No dijo todo lo que esperaban que dijera. No fue aquel que los demás querían que fuera. A veces defraudamos porque no somos la persona que los demás quieren que seamos. En esos momentos la imagen que tienen de nosotros y la realidad no coinciden. No porque la realidad sea peor. Simplemente no coincide con la que imagen que tenían de nosotros. Defraudar no es lo que daña el alma de los que nos rodean. Es verdad que hace daño. Porque la expectativa no se cumple. No cumplimos de acuerdo a lo esperado. Le duele al que espera. Y nos duele a nosotros tal vez el orgullo, por no haber contentado a todos. Nos libera saber que siempre va a ser así. Que habrá personas que se sientan defraudadas. Heridas al comprobar que no somos tan buenos como ellas pensaban. Eso no es escándalo. Por eso creemos que tenemos que ser muy libres de lo que los demás esperan. Vamos a decepcionar a muchas personas. Tal vez podíamos hacerlo mejor. Tal vez no. O simplemente no somos como ellos pensaban que éramos. O querían más amor. O simplemente que les diéramos más tiempo. Y no es posible. Y no somos ni nos comportamos como ellos querían. Y eso es muy habitual. Aunque duele al que espera más que a nosotros. La decepción en sí no es mala. Nos ayuda a subir más alto. El otro día leía: «El problema radica, por tanto, en esa idea que nos habíamos hecho. Lo que decepciona, en consecuencia, son las ideas. El descubrimiento de la desilusión es nuestro principal maestro. Todo lo que me desilusiona es mi amigo»[5]. Cuando alguien me decepciona me da la oportunidad de crecer, de ascender hasta Dios. Para descansar en su corazón que nunca me decepciona, salvo que me haya hecho una idea equivocada de Dios mismo. Entonces Dios también me decepcionará cuando la vida no sea como yo esperaba, mis sueños no se hagan realidad y no logre todo lo que esperaba de la vida. ¡Cuánta gente vive su vida decepcionada con Dios, con el mundo! Soñaban más, esperaban más, deseaban más de la vida. Y no se conforman con lo que les toca vivir. Vivir decepcionado es vivir lejos de Dios. Frustrado por mis propios deseos insatisfechos. Contrariado por una vida que no es como yo esperaba. Jesús también vivió la frustración, tocó en el alma de los hombres la distancia que había con lo que Él soñaba. Pero subió siempre más alto. Se escondió en el corazón de su Padre. Amó al hombre que estaba tan lejos del sueño que tenía Dios para él. Nunca la decepción lo llenó de amargura y desesperanza. Siempre confió.
El escándalo del que habla Jesús sí hace daño y es el que tenemos que evitar. Y muchas veces escandalizamos con nuestras palabras cuando juzgamos, criticamos, condenamos. Creo que somos motivo de escándalo cuando nuestros juicios carecen de caridad. ¡Qué importante cuidar siempre lo que decimos y a quién se lo decimos! No tenemos que decirlo todo. No tenemos que opinar sobre todo. A veces lo hacemos para quedar nosotros por encima, para hacer ver nuestra bondad, nuestra belleza, resaltando la maldad y la fealdad de los otros. Escribía San Juan XXIII: «Sólo por hoy no criticaré a nadie y no pretenderé mejorar o disciplinar a nadie, sino a mí mismo». La crítica, la difamación, los comentarios llenos de maldad, dañan al que lo escucha y al que es ofendido. ¿Cómo son mis palabras y mis juicios? ¿Escandalizo cuando hablo? Hay personas a las que les gusta provocar. Tratan de atacar principios sagrados para otras personas. Hieren con sus palabras. ¿No lo hacemos a veces nosotros mismos? Nuestra lengua puede ser fuente de escándalo. ¡Qué difícil callarse tantas veces! ¡Qué fácil hablar más de la cuenta sobre los otros! Mi lengua puede envenenar los corazones que escuchan. En lugar de edificar destruye. En lugar de levantar derriba. Mis palabras pueden ser hirientes. Mis palabras pueden provocar desconcierto. Si lo que estoy pensando no edifica tal vez debería callarme. Mi silencio es sagrado. Mis palabras muchas veces no son sagradas. Comentaba el Papa Francisco a propósito del cansancio: «El demonio y sus secuaces no duermen y, como sus oídos no soportan la Palabra, trabajan incansablemente para acallarla o tergiversarla. No sólo se trata de hacer el bien, con toda la fatiga que conlleva, sino que hay que defender al rebaño y defenderse uno mismo contra el mal». El mal de las palabras que engañan, de mis palabras que dañan, de mis palabras que confunden. ¡Cuánto bien hacen las palabras que construyen! ¡Cuánto bien hago al hablar bien de otros! Me gusta pensar en cómo hablaba Jesús. Nunca hablaba mal de nadie. Lo que dice lo dice sin adornos. Pero sus palabras están llenas de luz, tienen vida eterna: «Su palabra se hace poesía. Invita a la gente a mirar la vida de manera nueva»[6]. Sus palabras construyen, crean, cambian la vida de los que escuchan. ¿Y mis palabras? A veces son destructivas y envenenan. ¡Cuánto tenemos que cuidar lo que decimos!
También son nuestros actos los que pueden escandalizar: «Y si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtatela. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo. Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo». Jesús le pide a Juan que mire en su interior. Que mire sus ojos, sus pies, sus manos, su corazón. Y no esté tan pendiente de cómo lo hacen los otros. Pienso que a veces se han entendido estas palabras de Jesús como una exigencia a ser perfectos. Y no aceptar la más mínima imperfección. Yo creo que no es así. Jesús les acaba de hablar de servicio, de niñez, de misericordia ante los diferentes. De aprender a amar. Están rotos, como todos, son pequeños, torpes, no comprenden. Son pecadores y débiles, como nosotros. Jesús les pide que crean en su amor y cuando caigan recurran a Él, que siempre estará. Que vivan con Él, que crean en ese amor misericordioso capaz de perdonar cualquier pecado sin recordarlo jamás, que confíen en su amor incondicional y personal. Esa es la exigencia de Jesús. Que no sean duros. Que no dejen en su corazón convivir los celos, el afán de ser los primeros, de poseer en exclusividad. Que se hagan niños. Yo le pido a Jesús que me enseñe a amar y a mirar como Él, que perdona mis juicios duros, mi intolerancia. Que me ayude a vivir nombrándolo a Él en todo lo que hago, sin nombrarme tanto a mí mismo. A veces mi pecado puede ser motivo de escándalo para otros. Mi pecado público y conocido, mi incoherencia de vida. Mi debilidad. Jesús me pide que, cuando caiga, me levante y aprenda a amar. Me pide que no me ahogue en mi pobreza. Mi pecado es consecuencia de mi debilidad. Me impresionan las palabras del P. Kentenich: « ¡No ver el pecado de forma muy prolongada, unilateral y permanente como un mal, sino también como un bien! Lo digo también con San Bernardo: el abono es descomposición. Pero, ¿qué hacemos en la agricultura sin descomposición? Es así como, en el mal del pecado, se esconde un bien muy fuerte»[7]. ¡Mi pecado puede ser fuente de vida! Es una paradoja. Mi pecado es el abono de una nueva vida. Ese pecado me puede alejar de Dios, cuando me siento culpable. ¡Cuánta gente se aleja hoy de Dios y de la Iglesia por no poder abandonar su pecado! No pueden cortarse la mano, ni el pie, ni pueden sacarse el ojo. Y prefieren alejarse de Dios. Han dejado de creer en su misericordia. A veces nuestro pecado nos esclaviza o se ha convertido en una forma de vida. La misericordia de Dios es infinita. Cuesta entenderlo. Cuesta comprender que nuestro pecado pueda esconder un bien en su interior. Que pueda ser semilla de bien. Dios no quiere el pecado. Pero ama al pecador. ¡Cuánto cuesta dejar pecados que se han ido metiendo en mi alma! El pecado reconocido, el pecado que nos lleva al arrepentimiento y a la conversión, acaba siendo fuente de bendición. Cuando nos enfrentamos con nuestra debilidad podemos verla como un trampolín hacia lo alto. Miramos a Dios en su misericordia. Nos conmueve su mirada sobre nuestra miseria. El pecado puede engendrar humildad, y desde la humildad, podemos crecer como niños confiados en sus manos de Padre.
[1] Verónica Roth, Divergentes (Trilogía)
[2] J. Kentenich, Hacia la cima
[3] J. Kentenich, Mi filosofía de la educación
[4] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 69
[5] Pablo D´Ors, Biografía del silencio
[6] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[7] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría