Hace unos meses leí un libro de un buen amigo, Ignacio Martínez-Mendizabal, paleontólogo de gran prestigio que lleva muchos años trabajando en Atapuerca. Hacía una revisión en su obra de los grandes hitos en la historia de la evolución humana, desde los primeros homínidos al homo sapiens actual. Indicaba en su obra que la evolución no es ni única, ni principalmente siquiera, un proceso biofísico, sino una mezcla entre mutaciones genéticas y progreso cultural. En otras palabras, los avances de nuestros antepasados hasta lo que entendemos por hombre moderno son fruto de patrones culturales que han permitido que la especie tuviera una pervivencia inimaginable por sus propias características fisiológicas. Es obvio que si no hubieran sido seres sociales, los primeros homínidos hubieran sucumbido ante especies mucho más grandes, más fuertes y más veloces que ellos, conviertiéndose de cazadores en presas.
Uno de esos saltos evolutivos de origen cultural que comentaba Ignacio era el monoparentalismo. Los primeros homínidos tenían poca capacidad reproductiva porque las hembras tenían que cuidar de las crias y alimentarlas simultáneamente, además de transportarlas y evitar depredadores. Cuando consiguieron que el padre de la criatura buscara los alimentos para ambos, la tasa de supervivencia infantil aumentó mucho y eso permitió expandir las poblaciones. Eso suponía claro está la monogamia, esto es, la formación de parejas estables. En pocas palabras, lo que hoy podríamos llamar la fidelidad conyugal supuso una ventaja muy considerable para nuestros antepasados, al permitirles tener más hijos y que pervivieran.
Todo lo que digo hasta aquí parece obvio, tan obvio como para que resulte difícil de discutir. Y, sin embargo, a lo que estamos asistiendo en las últimas décadas es precisamente a lo contrario: estamos destruyendo la unión conyugal sobre la que se funda la base del desarrollo humano. La aceptación social del divorcio supone, a mi modo de ver, un paso hacia la autodestrucción de la especie humana, que está directamente ligado, por otro lado, con la drástica reducción en las tasas de natalidad. Ciertamente, algunas de las funciones que antaño sólo podía hacer el nucleo conyugal, ahora se trasladan a los servicios sociales que poseen los estados más consolidados, pero ciertamente otros muchos no. Llama la atención la frivolidad con la que se observan estadísticas que resultan sumamente preocupantes (las últimas que leí indicaban que en España 7 de cada 10 matrimonios se rompen), por los impactos sociales, educativos y sanitarios que tienen. No estoy juzgando ningún caso concreto, obviamente, sino una tendencia. Tendríamos que reflexionar como sociedad sobre este problema; en primer lugar identificarlo como tal, y buscar su origen y analizar sus consecuencias, recuperando el valor del compromiso y la estabilidad vital, en bien de la sociedad, de cada familia y de cada persona.
Uno de esos saltos evolutivos de origen cultural que comentaba Ignacio era el monoparentalismo. Los primeros homínidos tenían poca capacidad reproductiva porque las hembras tenían que cuidar de las crias y alimentarlas simultáneamente, además de transportarlas y evitar depredadores. Cuando consiguieron que el padre de la criatura buscara los alimentos para ambos, la tasa de supervivencia infantil aumentó mucho y eso permitió expandir las poblaciones. Eso suponía claro está la monogamia, esto es, la formación de parejas estables. En pocas palabras, lo que hoy podríamos llamar la fidelidad conyugal supuso una ventaja muy considerable para nuestros antepasados, al permitirles tener más hijos y que pervivieran.
Todo lo que digo hasta aquí parece obvio, tan obvio como para que resulte difícil de discutir. Y, sin embargo, a lo que estamos asistiendo en las últimas décadas es precisamente a lo contrario: estamos destruyendo la unión conyugal sobre la que se funda la base del desarrollo humano. La aceptación social del divorcio supone, a mi modo de ver, un paso hacia la autodestrucción de la especie humana, que está directamente ligado, por otro lado, con la drástica reducción en las tasas de natalidad. Ciertamente, algunas de las funciones que antaño sólo podía hacer el nucleo conyugal, ahora se trasladan a los servicios sociales que poseen los estados más consolidados, pero ciertamente otros muchos no. Llama la atención la frivolidad con la que se observan estadísticas que resultan sumamente preocupantes (las últimas que leí indicaban que en España 7 de cada 10 matrimonios se rompen), por los impactos sociales, educativos y sanitarios que tienen. No estoy juzgando ningún caso concreto, obviamente, sino una tendencia. Tendríamos que reflexionar como sociedad sobre este problema; en primer lugar identificarlo como tal, y buscar su origen y analizar sus consecuencias, recuperando el valor del compromiso y la estabilidad vital, en bien de la sociedad, de cada familia y de cada persona.