Una de las señales de los tiempos que corren, uno de los nuevos dioses del siglo. Siempre ha existido, -el Papa Pío XII ya se refiere a él como irenismo, del término griego irene=paz; hoy se da en llamar buenismo- pero ha alcanzado su plenitud y se ha impuesto definitivamente en el lenguaje político y de la calle, incluso en el de la más preclara intelectualidad, de hace quince años para acá, se podría afirmar que con el siglo.
Alguien puede pensar que es un comportamiento espontáneo, surgido como por arte de magia, pero en realidad, es un proceso aunque poco conocido muy bien estructurado, articulado en tres fases perfectamente delimitadas y especializadas.
En la primera, el practicante del culto a la ingenuidad –un señor nada ingenuo con una finalidad escondida o inconfesable- propone una idea peregrina, primitiva, muy sentimental, con escaso fundamento lógico pero, eso sí, arropada en una exagerada bonhomía y pureza de sentimientos, evitando entrar en la evaluación de sus consecuencias y acompañándola de argumento ninguno salvo los relacionados con la bonhomía.
Es precisamente esa falta de argumentos y de cimentación de la idea la que lleva a la segunda derivada del culto a la ingenuidad, en absoluto inocua, pues a todo aquél que responde o intenta responder con argumentos certeros y fundados, o simplemente contrarios, tratando de entrar en las profundidades de la idea expuesta sin quedarse en la mera superficie y exponiendo sus posibles inconvenientes o sus factibles amejoramientos, en lugar de responderle con los contrargumentos alusivos a la cuestión, -ni que decir tiene que casi siempre inexistentes o muy poco sólidos- y evitando en todo momento descender a su abordaje lógico y racional, sólo se le obsequia con la descalificación, para la que se disponen los mejores instrumentos de un lenguaje expresamente diseñado a los efectos: términos de todos conocidos como “fascista” (curiosamente nunca “comunista” o “estalinista”), “marginal”, “extrema derecha” (curiosamente nunca extrema izquierda), “asocial”, “insolidario”, etc. etc. etc..
Se produce entonces el tercer momento del debate, bien conocido de cuantos practican el culto del que hablamos, en el que el supuesto ingenuo abandona la pose bonhomínica y santoral con la que ha adornado su discurso hasta ese momento, para adoptar entonces el ropaje de la indignación, el de la persona arrebatada, casi pisoteada, que por una cuestión de principios éticos y de dignidad, no puede dedicar un minuto más de su tiempo a seguir participando en el debate que se le propone con personas que carecen de toda autoridad para estar en él, y que se ve inexorablemente abocado a rasgarse las vestiduras y a poner fin a una discusión que, en realidad, nunca tuvo lugar.
Un verdadero cáncer del discurso que se ha mostrado, sin embargo, instrumento ideal para mantener callada a la disidencia y mermado el debate que debería alimentar toda sociedad verdaderamente formada, tolerante y democrática. Y sobre todo, para que quienes quieren conseguir fines inconfesables, no tengan que confesarlos en ningún momento, salvo si acaso –y ni siquiera-, cuando ya están consumados.
Aplique el esquema cada uno a las cuestiones latentes en nuestra sociedad, que sea la española, que sea la europea, que sea la mundial… verá como en casi todas, se da un proceso como el descrito.
Y bien amigos, que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos… como siempre. Por aquí les espero…
©L.A.
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