"¡Qué ganas de que empiece el cole!". Creo que es la frase que más he repetido esta última semana. Se acaban las vacaciones y el caliente aire del verano comienza a transformarse en un agradable frescor que anuncia, en silencio, el inminente inicio del nuevo curso escolar. Esta última semana de vacaciones es eterna y agotadora. El trabajo que exige la puesta al día de la casa, los uniformes y el resto del material escolar, se alían de forma insana con un ´asalvajamiento´ generalizado de los pequeños, que, a estas alturas, ya no tienen noción de lo que es el tiempo, ni la siesta, ni eso de acostarse cuando se pone el sol, ni el comer quietos y sentados durante varios días seguidos. Esas cualidades del verano que al principio del solsticio saboreamos como si fueran un regalo de libertad y disfrute familiar, ahora empiezan a transformarse en una pesadilla con forma de inocente conspiración. El placer que proporciona comer unas pizzas en la piscina a las tres de la tarde o el desayunar sin prisas ni horarios y todos en pijama a las once de la mañana, deriva suavemente en una incontrolable anarquía y va perdiendo el encanto del que gozaba hace un par de meses.

Sin embargo, en el fondo de mi corazón, sé que cuando llegue el lunes y me levante para animar a mis pequeñas criaturitas a ponerse el uniforme, me va a doler. Y mucho. Se me partirá el corazón pensando que ya no van a ser libres para montar en bici a sus anchas, ni para esconderse bajo un arbusto a jugar a mamás y papás con un biberón imaginario, ni para correr por el jardín a las diez de la noche con un bocata en la mano, ni para pasarse horas en la piscina descubriendo cuántas maneras existen de tirarse al agua. El encanto de las vacaciones, que ahora -llegado a su fin- tanto condeno, habrá terminado. Y lo echaré de menos. Desearé que vuelva y me acordaré de esos mágicos momentos que ahora casi desprecio cada vez que contemple caer una hoja de los árboles, ya inertes y fríos.

Por eso, -y sin olvidar todo lo bueno que tiene esta nueva etapa que empieza- he decidido que, sea como sea, no voy a dejar que el final de este verano sea como los anteriores. No quiero que los últimos días antes de que mis pequeñas se coloquen su mochila en la espalda para volver a la bendita rutina, a sus horarios, a sus clases, a sus juegos de recreo, al reencuentro con sus amigas del alma, estén bañados por el cansancio, el estrés o el mal humor. No quiero repetir esa frase que tanto les debe doler de que estoy deseando que empiecen el cole. Claro que vamos a ver el lado bueno de todo eso; por supuesto que vamos a recibir este nuevo curso con ilusión y con unas ganas infinitas de aprender, como solo los niños saben transmitir. Pero este inicio tiene que estar marcado por el entusiasmo del inicio y la alegría de un final lleno de paz, de diversión y de alegría. Para que este verano termine como comenzó: lleno de momentos mágicos e inolvidables, en los que un calcetín sin marcar no será tan importante como un buen baño de despedida de las vacaciones.

El lunes, inevitablemente, sentiré la melancolía propia de la vuelta al cole; pero esa melancolía, -en la medida de mis posibilidades-, no irá acompañada de la nostalgia por el tiempo pasado, ni del arrepentimiento por no haberlo hecho mejor en esos últimos ratos llenos de posibilidades.

PD: mi especial dedicatoria, en este post, a Julieta, de la que tanto se puede aprender, solo observándola, a construir una maternidad llena de serenidad y alegría, siempre en positivo. ;-)