En los últimos días, se ha dado, en las redes sociales, un debate algo sugestivo y tenso sobre cierto concepto de interpretaciones político-económicas. Todo a raíz de la visita a España de Javier Milei, presidente de la República Argentina, de una tierra hermana conforme a esa gran empresa política y evangelizadora llamada Hispanidad.

La visita, como tal, ha suscitado bastante interés (dada la faceta política así como el planning estipulado). Hablamos de una personalidad tan carismática como controvertida, dejándose lo demás a juicio del lector, ya que habrá algo que dependa de los detractores y los seguidores, de las posturas intelectuales que se tomen y su tasa de coincidencia con las de este señor.

La cuestión, en cualquier caso, la cual motiva la redacción de este artículo es la polémica que ha suscitado su intervención en la presentación de su último libro, El camino del libertarioAfirmó que «la justicia social es de resentidos, envidiosos, algo aberrante, porque implica un trato desigual ante la ley, porque implica violencia, porque para hacer una política redistributiva se lo tienen que robar a otro».

Estas palabras también causaron preocupación entre una proporción significativa de nuestros hermanos en la fe. Las preocupaciones llegaban a alertar de hechos como una mala interpretación de la doctrina eclesial o una supuesta mentalidad "individualista, egoísta e insensible". También hubo quienes hablaron de las influencias didácticas de la izquierda imperante.

La doctrina católica no llama al férreo intervencionismo

La sociedad asegura la justicia social cuando realiza las condiciones que permiten a las asociaciones y a cada uno conseguir lo que les es debido según su naturaleza y su vocación. La justicia social está ligada al bien común y al ejercicio de la autoridad.

Con esas palabras comienza el artículo 3 del capítulo sobre la comunidad humana, en el Catecismo de la Iglesia Católica. Este mismo texto pone el acento en las facetas de la dignidad humana, considerando que el concepto en cuestión pivota sobre el respeto a la misma. Se recuerda que esta ha sido conferida por el Creador (de hecho, esa es la única igualdad que tenemos los distintos hombres).

Otro compendio de documentos que habla sobre el término es la Doctrina Social de la Iglesia. Hablamos, para recordar, de unos resultados bibliográficos que, pese a lo que algunos creen, no es un manual de asesoría político-económica, sino un desarrollo de recomendaciones morales legítimas que han ido elaborando distintas personalidades de la historia pontificia y eclesial.

Puntualizo lo anterior por hábito, pero también por cuanto y en tanto se sugiere que existe «una lógica del mercado» a no deber sobreponerse a conceptos  de "solidaridad", de "justicia social" y de "caridad universal". De igual modo se llama a una "vida económica" que ha de ser regida por «la lógica del compartir y de la solidaridad entre las generaciones».

Esto puede sugerir que se hace una enmienda a la plana a la economía de mercado. Pero, de igual modo, el texto prescribe que cualquier intervención del Estado que pudiera aconsejarse para paliar alguna deficiencia no debe de ser duradera y eterna. Tampoco puede eclipsar las fronteras entre ámbitos de actuación, tal y como postula el principio de subsidiariedad.

La maldad socialista

En cualquier caso, creo que lo más eficaz y productivo es atacar al factor que no solo monopoliza la semántica que afecta a la "justicia social", sino que también corrompe con bastante hegemonía muchos ámbitos de pensamiento y actuación (aparte de querer infiltrarse, siguiendo su propósito revolucionario, en determinados ámbitos que no mencionaremos). 

Nos referimos al socialismo (ese fruto luterano de la Comuna de París, la Ilustración y la Toma de la Bastilla), que entiende la "justicia social" como un concepto que intente dar validez moral y propagandística a sus políticas de planificación centralizada, forzando una redistribución que se basa en la igualdad de miseria, con impuestos y regulaciones abusivas, usureras y criminales.

El socialismo humilla al trabajador por cuanto y en tanto impide que pueda disfrutar del fruto de su trabajo y ahorrar, buscando la mejor seguridad para sí mismo. No le deja tampoco desarrollar una adecuada libertad laboral que le permita buscar las mejores condiciones o emprender para ofrecer de manera constructiva, a la sociedad, algo supuestamente bueno para la sociedad.

El socialismo recela de que haya emprendedores que puedan innovar en ámbitos como la salud, el medio ambiente y la tecnología. No quiere que haya gente pujante, con iniciativa. Más bien prefiere premiar la mediocridad, a la vez que se puede insultar a los trabajadores por cuanto y en tanto hay quienes reciben subsidios que desincentivan la búsqueda de oportunidades laborales.

El socialismo quiere que la gente se vea en la más absoluta miseria y, si es posible, totalmente desarraigada y desesperada. No le es tolerable que la gente sea independiente, como resultado de una meritoria progresión profesional, a base de esfuerzo. Tampoco quiere facilitar que la oferta de los bienes moralmente legítimos crezca en el mercado, de modo que se pueda disfrutar de lo mejor.

El socialismo no cree en la íntegra dignidad de la persona, con su fuero interno. Solo le interesa como siervo del Estado, en lo mental, en lo dinerario y en lo físico. Si acaso, le puede interesar como enésimo repositorio de expoliación material o de manipulación de masas en distintos mecanismos, para consolidar una especie de dictadura de la mayoría.

El socialismo no cree en la sociedad orgánica. De ahí que no le resulte producente que haya familias sólidas y fértiles. El florecimiento de la sociedad y la salud social de las células familiares (principal unidad de apoyo y amparo para el individuo) son todo un contrapeso al intervencionismo. Se consolida una especie de núcleo de resistencia frente al poder omnívodo.

El socialismo fomenta contravalores nocivos, más allá de lo que implica el Impuesto de Sucesiones. La fobia descarada y desmedida a los principios de la responsabilidad y el largoplacismo no solo es que resulten en imprudencias financieras, sino que desincentivan la necesidad natural de la procreación y normalizan el desinterés por las personas mayores y otras personas desvalidas y enfermas.

El socialismo cosifica al ser humano, a la vez que relativiza todo, salvo lo que se incorpore en una "verdad oficial" que se imponga de manera malvada, cruel, impía y criminal. Esto último es una evidencia de la rivalidad del socialismo con los fines últimos, entre los que se encuentran la Verdad y el Bien, ligados por la libertad natural, la que se puede interpretar desde un prisma austriaco-tomista.

El socialismo no quiere ni que reces ni que pienses. El socialismo necesita que seas un esclavo mental, pues si piensas por ti mismo, si tienes capacidad de contraste, entonces puedes acabar rechazando todos los frutos de la ingeniería social. Pero es que creer en el más allá es todo un problema pues pretenden sustituir a Dios por el Estado, con sus falsos dogmas (por ejemplo, el wokismo).

El socialismo, en cualquiera de sus grados, allá donde se impone, puede suponer, de manera tanto directa como indirecta, un peligroso factor de mortalidad o de graves secuelas físicas y psicológicas. No todo son hambrunas literales. También pueden ser problemas de depresión o de ansiedad ante su afán coactivo y estrangulador. De hecho, también propicia los problemas sociales y familiares.

Con lo cual, si la justicia social se interpreta como una apuesta por el crimen y el pecado (el socialismo compila los siete pecados capitales), entonces se hará bien en cuestionarla. El estatismo socialista es una expresión anticrística, enemiga de la vida (desde la fecundación hasta la muerte natural), la tradición, la familia y la propiedad (esta última es la base de la libertad y de cierto orden civilizado).