¡Qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Los humanos se acogen a la sombra de tus alas (Sal 36 (35),8).
En el Salmo 36, un fiel perseguido busca refugio en el Templo de Jerusalén, lugar, por excelencia, de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Va con la confianza en la misericordiosa fidelidad del Señor a su Alianza. Una imagen de la naturaleza de su entorno le viene a los labios para expresarse. En zonas desérticas, el Sol es una amenaza, mucho más para indefensas crías de ave; la madre las protege con la sombra de sus alas, lo mismo que Agar hizo con Ismael poniéndolo bajo una mata (cf. Gn 21,15). Protección de amor maternal ante el peligro.
El comulgante se acerca a su refugio, al verdadero templo, la humanidad de Cristo en donde encuentra a Dios. Y va buscando también protección de sus enemigos, de los más terribles de todos, que no son los externos, sino los internos. La gran amenaza es nuestra soberbia, ira, avaricia, lujuria,... El fiel se acerca a comulgar confiado en la fidelidad de Jesús a la Alianza que ha sellado con su propia sangre, la nueva y definitiva, y a la que el creyente se ha unido por el bautismo.
En la Eucaristía, está el frescor de la sombra de las alas de Cristo, de sus brazos abiertos en cruz. Refugio que es comunión con todos los otros hermanos en la fe. Jesús, con amor, quiere cobijar a todos, como la gallina reune a su nidada bajo las alas (cf. Lc 13,34).
Pero no es una protección que nos reduzca a la pasividad. Nos guarda y nos da la gracia para que con su ayuda podamos nosotros vencer a nuestros enemigos. Ciertamente qué inapreciable es su bondad.