Es frecuente mirar a nuestro entorno eclesial y no ver nadie que merezca llamarse cristiano. Sentimos que nada tiene sentido e incluso echamos la culpa a la Iglesia de todo ello. No es raro que pensemos que es necesario crear una nueva Iglesia. Una iglesia a nuestro gusto e imagen. Desgraciadamente poco a poco nos vamos alejando de Ella como de algo que nos hiere y nos desprecia. Si hubiéramos tenido una buena formación religiosa nos daríamos cuenta que esto es una trampa del maligno. El problema no es la Iglesia, sino cada uno de nosotros. El pelagianismo se nos sube a las barbas y pensamos que los demás son los culpables de todo lo que ocurre. Pensamos en el hacer y el aparentar, antes que el el sufrir y en el ser. Despreciamos la Gracia de Dios, porque no la podemos utilizar a nuestro gusto.
La situación de la Iglesia tiene mucho que ver con la postmodernidad que vivimos. Una época en la que buscamos acomodo en grupos pequeños donde sentirnos cómodos y no cuestionados. Grupos en los que las apariencias y el cumplimiento superficial son lo fundamental. Si miramos a la Iglesia, nos parece que nada encaja, porque pretendemos que todo sea tal como nos gustaría. Lo triste es que solemos dar un paso atrás, impidiendo que nuestro carisma personal contribuya a dar sentido al todo que es la Iglesia.
Todos pecamos y nos equivocamos. Ser pecadores no conlleva desestimar el poder de la Gracia de Dios, sino rogar para que llegue a nosotros y nos transforme. Seguro que hay personas que son coherentes y no se dedican a señalar, etiquetar y despreciar a los demás. Seguro que son muchos más de los que creemos.
¿Os estoy diciendo, acaso, hermanos míos, que no podréis encontrar cristianos que vivan santamente? Lejos de mí el pensar tal cosa de la era de mi Señor. Si así fuera, ¿para qué fatigarme? Fijaos en los buenos para imitarlos; sedlo, y los encontraréis. Si, por el contrario, comenzáis a ser malos, creeréis que todos lo son. Eso es falso; os estaréis engañando. Miráis a la era desde lejos, y por eso sólo os salta a la vista la paja; acercaos, buscad, llenad la mano, aplicad el juicio de la boca se va fuera todo lo ligero y permanece lo que tiene peso. Encontraréis buenos cristianos, creedme; buenos esposos, que guardan fidelidad a sus esposas; buenas esposas, que la guardan a sus maridos. Buscadlos, y los hallaréis; sedlo vosotros, y no se os ocultarán. Todo tiende a juntarse con lo que le es semejante. ¿Eres grano? Te juntas con el grano. ¿Eres paja? Te juntas con la paja. Encontraréis quienes no den su dinero cobrando intereses, quienes odien más el fraude que el sufrir un daño. Podéis encontrarlos. Comenzad a serlo vosotros, y veréis cuántos hay. Son pocos, pero en comparación de un número mayor. Una vez aventada la era, resultarán ser un montón. Ha de aventarla el que lleva el bieldo en su mano. (San Agustín Sermón 260D, 2)
Busquemos en nuestros hermanos todo lo bueno que hay. Busquemos en nuestras comunidades lo que funciona y lo hace bien. Seguro que hay personas admirables que lo hacen posible, aunque estén tan llenas de defectos como nosotros. Pero lo más importante sería darnos cuenta de cómo la Gracia de Dios hace posible lo imposible día a día.
Dejemos de buscar los “malos” debajo de las piedras para echarles las culpas. El primer “malo” es quien impone la etiqueta a los demás. Como Dice San Agustín, apliquemos el juicio de la boca. Soplemos para ver el grano que está oculto debajo de la paja. Descubriremos que no hace falta más reforma que la que nos lleva a la santidad. Para esa reforma, Cristo nos ofrece la Gracia, la gran pregunta es ¿Queremos realmente abrir nuestro corazón a ella?
Quizás deberíamos de perder un poco la vergüenza y poner en actividad nuestros carismas, aunque estorben un poco a algunos. No se trata de enfadar o fastidiar a nadie, sino de evidenciar que las comunidades mono-carismáticas terminan por morir de inanición. Las comunidades donde cada cual aporta su parte y nadie quiere dominar el todo, es donde el Señor se manifiesta con más viveza y sorpresa.
A veces hablamos de una Iglesia nueva y un hombre nuevo como un “quítate tú para ponerme yo”. El Espíritu Santo es el que consigue que la sinfonía de carismas llegue a ser una orquesta afinada y bien conjuntada. El es el director de orquesta que tanto necesitamos. No lo echemos de nuestras comunidades imponiendo la homogenización de todos y de todo.
Como dice San Agustín, el primer paso tenemos que darlo nosotros, buscando la santidad y compartiendo el carisma que Dios nos ha dado a cada uno de nosotros. Encontraremos a más personas buenas de las que creemos. “Podéis encontrarlos. Comenzad a serlo vosotros, y veréis cuántos hay.”