"Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él. Entonces Jesús les dijo a los doce: ¿También vosotros queréis marcharos? Simón Pedro le contestó: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios." (Jn 6, 66-70) |
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La pregunta dolorida de Jesús a sus apóstoles, sobre la que meditamos este domingo, es efectuada por el Señor al ver que la gente que le seguía se había ido yendo cuando Él dejó de ser un negocio para ellos. Esa misma pregunta nos la hace cada día a cada uno de nosotros y se la hace a todos los que, en alguna ocasión, movidos por alguna necesidad, se han acercado a Él en busca de ayuda. Nos dice, mirándonos con tristeza a los ojos: “¿También tú quieres marcharte, como han hecho tus amigos, como han hecho ya la mayoría de los que viven a tu alrededor? ¿también tú me dejarás cuando las cosas se pongan feas y corras riesgos por estar a mi lado? ¿también tú te irás cuando ya no puedas sacar nada de mí o cuando no entiendas algunos de mis planes?” Ante estas preguntas, no basta con una respuesta fácil ni retórica. No es suficiente decirle sólo con la boca: “Señor, aunque todos te abandonen yo no lo haré”, como dijo Pedro la noche del Jueves Santo poco antes de negarle tres veces y oír cantar el gallo. Tampoco basta con tratar de contentarle diciéndole que ya vamos a la misa dominical o que damos alguna limosna. Tenemos que asegurarle, con toda la sinceridad de que sea capaz nuestro frágil corazón, que queremos estar a su lado en lo bueno y en lo malo, con hacen los verdaderos amigos. Tenemos que asegurárselo no sólo con palabras, sino con obras. Con obras que, por amor a Él, estamos ya haciendo y vamos a seguir haciendo, aunque no tuviéramos más recompensan que proporcionarle a Él un poco de alegría. |