Si uno es pecador, no es humildad reconocerlo. Existe sin embargo humildad cuando quien tiene conciencia de haber realizado grandes cosas no por ello concibe una alta idea de sí mismo; cuando se parece a san Pablo hasta el punto de poder decir: “Mi conciencia nada me reprocha” (1 Co 4,4), o: “Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y el primero soy yo” (1 Tm 1,15). En esto consiste la humildad: a pesar de la grandeza de nuestros actos, estimarnos en poco en nuestro espíritu.
Sin embargo Dios, por razón de su inefable amor a los hombres, no sólo acepta al que se humilla de esta manera, sino también a los que confiesan francamente sus faltas, y se muestra favorable y benévolo con los que tienen tal disposición. Para que te des cuenta de lo bueno que es no tener una alta idea de sí mismo, represéntate dos carros. Engancha a uno la virtud y el orgullo, al otro el pecado y la humildad. Verás que el tiro del pecado adelanta al de la virtud, no precisamente por su propio poder, sino por la fuerza de la humildad que le acompaña, y aquella se queda atrás no por la debilidad de la virtud, sino por el peso y la enormidad del orgullo. (San Juan Crisóstomo. Sobre la naturaleza incomprensible de Dios 5, 6-7)
Confesarse pecador no conlleva humildad alguna, es reconocer lo que somos. Sin embargo, pensar que ser “buena gente” es suficiente, evidencia una considerable soberbia. La pareja de virtud más orgullo, siempre queda atrás, porque desconoce el arrepentimiento. Esto lo podemos ver en la Parábola de Publicano y el Fariseo. El fariseo se considera maravilloso y da gracias a Dios, pero es incapaz de reconocer sus incontables pecados y arrepentirse. La humildad, es su caso, conlleva señalar a Dios como el artífice de los que hace correctamente.
Mientras tanto, el publicano, se sabe pecador y pide perdón con arrepentimiento de corazón. Sin duda el Publicano queda justificado, es decir, Dios encuentra justicia en su proceder y la misericordia divina se vuelva en el perdón.
Lo que termina por destrozar al fariseo es la hipocresía, que lleva a despreciar al publicano porque lo cree indigno e incapaz. La hipocresía fue lo que llevó a Cristo a llamar a “sepulcros blanqueados” a los fariseos. Sepulcros, porque en su interior guardan la muerte por el pecado. Blanqueados, porque aparentan ser limpios y maravillosos por fuera.
La postmodernidad nos lleva a considerar las apariencias como lo esencial y establecerlas como el objetivo más importante de nuestra vida. Nos lleva a querer ser “sepulcros blanqueados” para deslumbrar a los demás. Para que los demás nos eleven y nos crean superiores a ellos. Pero lo cierto es que somos igual de pecadores que ellos. Sólo las apariencias no diferencian. Apariencias que esconden la Verdad y promocionan las realidades personales de cada cual.
Decía San Agustín: Despréciate a ti mismo cuando eres alabado, y en ti sea alabado el que obra por medio de ti (Tratado sobre la carta de san Juan 8,2). Lo que hacemos bien, es obra de Dios a través de nosotros. Lo que hacemos mal, se debe a que nuestra voluntad impide la acción de Dios. Vanagloriarnos de los dones que Dios nos ha dado, es apropiarnos de los bienes que Dios nos ha prestado, lo que implica soberbia, desprecia a Dios, desprecio a los demás y sobre todo encerrar nuestro corazón donde Dios no tenga acceso a él. ¿Qué es el pecado sino cerrar el corazón a la acción de Dios? ¿Quién de nosotros no peca de una y mil formas?
Como el publicano, tenemos que reconocer la verdad y solicitar perdón a Dios con arrepentimiento de corazón. No tenemos que despreciar a nuestro hermano porque nos consideremos mejor que él, ya que somos como mucho, iguales. Demos gracias a Dios por su justicia, que nos indica el camino. Demos gracias a Dios por su misericordia, que nos permite andarlo. Mirémonos en el hermano, viendo sus errores como propios.