Una vicio de la historia es que nos movemos de un extremo a otro, cual péndulo. Por lo tanto, siempre hay que hacer un esfuerzo por alcanzar el punto medio. No se trata de repetir fórmulas obsoletas, sino de saber encontrar las claves en el momento presente con una visión a largo plazo. Es verdad que antiguamente la formalidad en los diferentes ambientes era tal que resultaba difícil relacionarse y, ante el cambio de paradigma en la década de los sesenta, fue cuestionado el exceso de forma en detrimento del fondo. La Iglesia, al ser una institución milenaria, pasó por dicho proceso. Es decir, con el Concilio Vaticano II, profundizó en la primacía del ejemplo, de la congruencia. No era que no lo tuviera en cuenta antes, pero es un hecho que se relanzó, distinguiendo entre lo esencial y lo accesorio, entre lo querido por Dios y los agregados casuísticos; sin embargo, por interpretaciones ajenas a la auténtica consideración de los padres conciliares, se pasó de una disciplina rígida a una visión “light”. Ni una cosa, ni la otra. Antes bien, recordar que para poder transmitir el fondo, el mensaje, también cuenta la forma, el mensajero.

Hoy día, se idolatra la informalidad, la falta de cuidado en el arreglo personal, confundiéndolo con la cercanía. ¿Acaso una playera me hace más cercano en el trabajo que una camisa? Nada que ver. La proximidad, se mide por las actitudes. Algunos apelan a la pobreza de Jesús; sin embargo, olvidan que la austeridad en la que vivió, a modo de darle voz a los que no la tenían, nunca estuvo ligada al pauperismo. La formalidad, independientemente de la presentación personal, involucra otros valores claves como el orden y la puntualidad. Lejos de ser defectos, son fortalezas que contribuyen, porque ahorran problemas e improvisaciones.

Hay que estar a la altura de las circunstancias. No por vanidad, sino para dejarle claro a nuestros interlocutores que nos importan. Por ejemplo, un diputado que decidiera dejar el traje por considerarlo banal, enviaría un mensaje equivocado, pues la pobreza no se elimina tirando la corbata, sino formulando propuestas que favorezcan la creación de empleos desde una regulación fiscal apropiada. Como católicos, nos aplica lo mismo. Entender que no siempre podemos estar de shorts. Todo depende del tipo de encuentro y/o espacio. No se trata de ir a la playa con pantalón, pero tampoco de dar una conferencia sin peinarse. Recordemos que no vamos a título personal. Si quedamos mal nosotros, dañamos la imagen de la Iglesia, afectando el mensaje, porque nadie toma enserio a una persona improvisada. Esto no es una cuestión de apariencias, de actos hipócritas, sino de reconocer que la psicología humana se abre al mensaje, dependiendo de los buenos oficios del mensajero.

Por error o escasa visión, a veces ligamos un buen arreglo con la falta de humildad. Aquí no estamos hablando del pecado que trae consigo el derroche y que debemos descartar en todo momento, sino de una buena presentación. La sencillez no viene con el descuido o la informalidad. Se da cuando aceptamos que necesitamos de Dios y de los demás. Por lo tanto, no reflejemos en la ropa, lo que corresponde a la voluntad. Desde luego, cada quien debe vivirlo acorde a su vocación. Los laicos desde su papel en la sociedad, mientras que los religiosos a partir de las constituciones y determinantes. No se trata de copiarnos, sino de ser auténticos. Si, por ejemplo, decimos “a las 10AM”, tiene que ser a esa hora y no media después. Todo esto habla de aprecio por los demás y firmeza en la tarea encomendada. Volvamos al punto medio.