Justo un año después de estos hechos, tuve mi experiencia de conversión al Señor Jesús. Esto también supuso un vuelco importante en mi concepción del mundo, que me libró del encierro en mi mismo, y (lo que es mucho más importante) del cinismo. Como le pasó a Thomas Merton tras unos años en la abadía de Gethsemani, descubrí que, finalmente, el mundo tampoco era tan malo y que había motivos para la esperanza. Pero sobre todo me di cuenta de que yo era una parte "importante" en ese cambio, y entonces la perspectiva de mi vida se transformó también, y comprendí que vivíamos para una "misión" concreta.
Cuando uno se decide a seguir al Señor, lo hace a partir de unas características propias, de unos principios muy personales: es una especie de ADN íntimo que convierte la vida de cada cual en algo único y diferente del resto. En fin: una cosa bien hermosa, de verdad. De entre las mías, quizá una de las más relevantes sea la importancia que otorgo al respeto.
Podríamos definir "respeto" como la consideración de la dignidad y el valor que alguien tiene por ser quien es. Es una concepción profunda, que implica a la esencia del individuo más que a sus actos concretos, y que conlleva siempre, conscientemente o no, una concepción antropológica. La sociedad laica Occidental lleva dos siglos y medio intentando justificar la dignidad del hombre de forma axiomática sin conseguirlo. Gracias a Dios (¡y nunca mejor dicho!) los cristianos lo tenemos mucho más fácil.
El hombre merece la pena porque está hecho a imagen y semejanza de su Creador, y porque ese mismo Creador no tuvo inconveniente en encarnarse, en hacerse "uno de los nuestros", para que nosotros "llegáramos a ser Dios" (Atanasio ). Ni lo tuvo tampoco en morir en la Cruz hasta por el más miserable de los de nuestra raza. Él nos ha concedido el don de la libertad, la capacidad de obrar, de cambiar y de acercarnos a su presencia: ¡eso es dignidad!
Siempre me ha llamado la atención el respeto con el que Jesús trata a los que le rodean. Ni en una sola perícopa de los Evangelios deja de manifestarse su trato exquisito y sin acepción de personas con todo el mundo, no importa lo ignorante, pequeño, extranjero o pecador que fuese su interlocutor. No hay en el expresiones de desprecio, como las de los fariseos hacia "esa chusma maldita, que no conoce la Ley" (Jn 7,48).
En nuestra sociedad existe una feroz institucionalización del descarte, como señala nuestro Papa Francisco. Cada vez hay más gente "que no cuenta", a la que no se le otorga el grado suficiente de dignidad social que les permita andar por ahí con la cabeza alta. Es difícil, por ejemplo, ser un parado con autoestima en la época del "tanto tienes, tanto vales". Es casi imposible que una chica poco agraciada se quiera a sí misma en el mundo de: "¡mujer-tu-eres-tu-cuerpo-y-nada-más"! El humor de tantos programas de televisión está hecho con trazo vergonzosamente grueso, y, bajo la capa de lo cómico, esconde una burla de estereotipos que no son más que seres humanos "generalizados". Por eso, es posible que una de las pérdidas más importantes de nuestros tiempos sea la del sentimiento de la "honra personal", por la cual uno se sentía digno por ser quién era y punto (¡aquellas tremendas palabras que en la Cortes dirigían los representantes al Rey: "Cada uno de nosotros vale tanto como Vos, y todos juntos más que Vos!").
Toca la autocrítica, y por eso hemos de admitir que tampoco en la Iglesia hemos sido un gran modelo al respecto. La obediencia tamquan cadaver era admirable, lo malo es que no era cristiana, como tampoco lo han nunca sido los chismes de sacristía, o los rumores sobre éste o aquel. No siempre nuestros juicios sobre las personas y sus obras han sido ejemplo de equidad y respeto por los derechos humanos; ni siempre hemos dado por válido el principio de presunción de inocencia. Con frecuencia me ha llamado la atención ver casos de personas infantilizadas en Comunidades y Movimientos, y el abuso de autoridad que se justificaba con alusiones espirituales, pero que solamente buscaba el poder y el control sobre los otros y sus conciencias. El hecho es que nadie, ningún Fundador o autoridad tiene derecho a meterse en el ámbito sagrado de las decisiones personales. Ningún dirigente puede mediatizar las opciones de vida, la elección de estado, o de pareja. Ningún grupo, por "ungido" que se considere, ninguna familia cristiana, tienen derecho a presionar a un miembro porque eligió una novia, o unos amigos "de afuera". O porque optó por pensar, en algunas cosas, de forma distinta.
No olvidaré nunca la amargura con la que un hombre me hablaba de haberse sentido "tratado como un niño" por su superior, y he tenido que observar ejemplos de paternalismo eclesiástico (por parte de consagrados, sí, ¡pero de laicos también!) que, en estos tiempos, producen vergüenza ajena. Siempre me acuerdo, al respecto, del cura (jovenzuelo imberbe, de aspecto irlandés) de la película Gran Torino, con la cabeza llena de conceptos pero sin tener ni idea de la vida, que da la réplica a Jack Kowalski, un viejo amargado e iracundo, devorado por los remordimientos. Al final, el filme se convierte en una historia de aprendizaje para el sacerdote, que predica un memorable sermón en la exequias del personaje magistralmente encarnado por Clint Eastwood.
En mi modesta opinión, existen conceptos pastorales en nuestros días que deben expresarse con sumo cuidado: no estamos ya en los tiempos en los que el sacerdote, instruido, lo sabía todo y enseñaba a unas "ovejas", a las que, al tiempo, "santificaba" y "gobernaba". Ni podemos creer ya en una eclesiología en la que el ordenado tiene la totalidad de los dones y carismas, y a los fieles no les toca sino reflejar pálidamente sus directrices. Los laicos más verdaderamente comprometidos han alcanzado su madurez, y es preciso fomentar (y enseñar en los seminarios) un modelo de carácter comunitario, donde todos ocupan el lugar que les corresponde, "según la medida de la fe que Dios otorgó a cada cual" (Rom 12,3). Lo contrario, me temo, no va a traer más que confusión y dolor.
La Iglesia debe ser la comunidad caracterizada por el amor y el respeto entre los suyos. El "mirad como se aman" debe ser el primer argumento de la famosa "Nueva Evangelización", (ese concepto, que muchos ya consideramos desfasado), y el respeto mutuo, su bandera. ¡Hay que tratar bien a la gente! Por eso me duele el corazón cuando en medios de comunicación confesionales se critica y ridiculiza a los contrarios, igual que hacen los que no creen. Es cierto que a veces hay que decir la verdad, que hay que corregir y no ser falsamente transigentes, pero siempre con amor: es decir, de buenas maneras, con respeto, salvando en lo posible la postura del otro, la dignidad del otro. Respetándolo, sea quien sea.
Cuando tratamos a la gente "con honor", aún en circunstancias tensas o difíciles, acercamos el reino de Dios a este mundo. Y esta realidad vale tanto para las relaciones entre esposos, padres e hijos, profesores y alumnos, o jefes y subordinados en el ámbito que sea.
La confianza no debería "dar asco", sino alegría, ¿no creen ustedes? ¡Ojalá podamos tratar dignamente a los demás, y así poder aprender a tratarnos también a nosotros mismos con un poco más de benevolencia!
No sé. Yo pienso que eso es lo que quiere el Señor.
Un abrazo para todos.
josue.fonseca@feyvida.com