Vivimos en una sociedad que nos vacuna contra el sufrimiento. Ya no nos impactan las crueles imágenes que la televisión nos presenta diariamente. No nos preocupa lo que le sucede al vecino o a quien se cruza por la calle con nosotros. La razón de ello es evidente, cuando algo se vuelve cotidiano, pierde su carga emotiva. Por otra parte, el sufrimiento personal se ha convertido en un tabú que pocas personas estás dispuestas a hacer visible. Mostrar que padecemos y sufrimos como seres humanos, nos parece que humillante porque rompe con el modelo de ser humano de plástico con una sonrisa eterna pintada en la cara. 


El sufrimiento es humano. Si lo alejamos de nosotros estamos perdiendo la capacidad de emocionarnos y compadecer a los demás. La misericordia pierde su sentido, ya que nadie desea hacer evidente su sufrimiento y aceptar la ayuda de los demás. 

A lo largo de tu vida Cristo no te pide que lleves con Él toda su pesada cruz, sino tan sólo una pequeña parte aceptando tus sufrimientos. No tienes nada que temer. Por el contrario, tente por muy dichosa de haber sido juzgada digna de tener parte en los sufrimientos del Hombre-Dios. Por parte del Señor, no se trata de un abandono ni de un castigo; por el contrario, es un testimonio de su amor, de un gran amor para contigo. Debes dar gracias al Señor y resignarte a beber el cáliz de Getsemaní. 

A veces el Señor te hace sentir el peso de la cruz, este peso te parece insoportable y, sin embargo, lo llevas porque el Señor, rico en amor y misericordia, te tiende la mano y te da la fuerza necesaria. El Señor, ante la falta de compasión de los hombres, tiene necesidad de personas que sufran con él. Es por esta razón por la que te lleva por los caminos dolorosos de los que me hablas en tu carta. Así pues, que el Señor sea siempre bendito, porque su amor trae suavidad en medio de la amargura; él cambia los sufrimientos pasajeros de esta vida en méritos para la eternidad. (Padre Pío de Pietrelcina FSP, 119; Ep 3, 441; CE, 21; Ep 3, 413. «Que tome su cruz y me siga») 

Es maravilloso como el Padre Pío nos señala que una de las consecuencias de la redención, es el sentido del sufrimiento. Cristo sufrió de forma inhumana, pero al mismo tiempo humanizó ese sufrimiento y dibujó con él, el camino hacia Dios. 

Preferimos que lo que nos hace sufrir desaparezca a entender las causas del sufrimiento. Por ejemplo, si hay personas que se sienten discriminadas se lucha porque se dicten leyes que nos hacen iguales, pero no buscamos la razón que nos hace sentirnos discriminadas o que otras personas nos señalen como diferentes. Para nosotros, la mejor medicina es una ley humana que nos dé la razón en lo que reclamamos. Pero ¿Dónde queda Dios en este juego? Dios deja de ser necesario, ya que los objetivos se consiguen presionando a los políticos de turno. 

De esa manera se llegan a aprobar leyes injustas e ilógicas como si fueran la solución a los problemas que tenemos. Como es lógico, aunque las leyes se aprueben, nada cambia. Las leyes no trasforman el corazón del ser humano, la Gracia de Dios si lo transforma. Esa es la clave. 

Olvidamos ese maravilloso pasaje evangélico en el que Cristo nos convoca a dejar nuestras limitaciones, pesares, sufrimientos y frustraciones, en Él: Venid a mí, todos los que estáis cansados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es fácil y mi carga ligera. (Mt 11, 28-30) 

Ya no nos hace falta el hombro de Cristo para descansar, tenemos las realidades sociales en las que integrarnos para que defiendan nuestros deseos convertidos en derechos. La pregunta más dura del hombre contemporáneo se vuelve a plantear: “¿Para qué me sirve Dios?” y la respuesta suele ser la misma: “Dios no me es útil, no lo necesito”. 

El maligno nos tienta de forma sutil y sabe tocar nuestra fibra más sensible: la inmediatez. “¿Quieres ser como Dios? Toma de esa fruta y come”. EL mayor logro del maligno es hacer sentir que no necesitamos a Dios, ya que perdemos lo más preciado de nuestra humanidad: la trascendencia. Sin la trascendencia, el maligno nos convence a vivir una obra de teatro como si fuera nuestra vida. Nos convence que nuestras realidades son más importantes que la Verdad, ya que nos convertimos en los personajes que nos toca representar en la gran obra de teatro del mundo.