Tarde de sábado de carnaval. Voy a un pueblo para celebrar la eucaristía ya que el párroco tiene un asunto que se lo impide y le digo que cuente conmigo como en otras ocasiones. Llego, me bajo del coche y me acerco a la iglesia. De camino veo algunas cuadrillas de chavales disfrazados que llevan la alegría por donde pasan. Los veo de cara y se nota que están felices, están de fiesta y la tarde no ha hecho más que empezar. Todavía hay luz. Llego a la iglesia, saludo a los que están en el pórtico y voy a situarme en el altar. Me gusta ir con tiempo cuando voy a celebrar la misa a una iglesia que nos es la propia de mi convento o que suela frecuentar con asiduidad. No pensaba ver al párroco, pero llego a tiempo de saludarnos antes de irse. Lo tiene todo preparado, como siempre que voy. Registro el misal y me uno al rezo del rosario. Celebro la misa y al concluir todo me quedo un rato en oración antes de volver a Calahorra.
Salgo y cerca de la plaza saludo a unos amigos, está buena tarde y me quedo un rato de charla con ellos. Nos ponemos en corro entre la plaza y la iglesia. No paran de pasar grupos de jóvenes disfrazados de lo más variopinto: caramelos, payasos, superhéroes, personajes de series televisivas, animales fantásticos y comunes, gente de otras épocas y culturas, oficios diversos, etc. Veo venir a los que llegan al centro del pueblo por la parte de la iglesia y también la espalda de los que van en sentido opuesto. Estamos en amena conversación cuando aparece de repente un policía que no llega a los 15 años. Se acerca al grupo de modo directo. Resulta ser un nieto del matrimonio que forma parte del círculo de amigos. Los saluda y se va hacia la derecha. Me extraña que vaya solo y es que va a buscar a sus amigos que han esperado detrás. Entonces aparecen tres muchachos: otro policía y con él dos presos. El policía que nos ha saludado se une a ellos. Llega el momento de seguir en nuestro diálogo y los adolescentes de continuar con la fiesta.
Hay algo que me llama la atención y es la actitud de los cuatro. Al pasar junto al grupo los policías hacen un gesto a los presos para que se pongan en el centro mientras ellos se colocan a su izquierda y derecha para controlarlos. Entonces siguen los cuatro en línea, muy unidos, cada uno bien metido en su papel: los policías custodian con atención a los presos camino de no se sabe dónde y los presos obedecen a las indicaciones y palabras de los policías sin ningún reparo. Al no verlos de frente no puedo comprobar si van esposados o no, pero seguro que lo que llevan encima es una ilusión desbordante. Lo que sí que veo es que los cuatro caminan felices, unidos y cada uno disfrutando de ser policía custodio o preso obediente.
Termina el encuentro entre amigos y vuelvo a Calahorra. Una vez cenado, en el silencio de la noche, me viene esa escena de la tarde y me doy cuenta que lo que esos jovenzuelos hacían era algo parecido a lo que el Señor nos pedía en el evangelio de la misa: “No hagáis frente al que os agravia; amad a vuestros enemigos; si saludáis solo a vuestros hermanos ¿qué hacéis de extraordinario?” (Mt 5,38-48). Y el que lleva a la práctica el evangelio y lo vive en primera persona busca y aspira a la santidad, que es a lo que estamos llamados. Entonces vuelvo a ese momento, a los cuatro amigos, a lo que hacen entre ellos, entre policías y presos, que no es lo más amistoso que puede haber en este mundo, pero cuando dejamos que la amistad junte lo que en apariencia no se puede unir con facilidad todo es posible. ¿Por qué? Pues porque el amor entre verdaderos amigos cambia todo y hace viables todas las realidades. No es normal que entre presos y policías haya paz, amor y saludos cordiales. Pero cuando nos metemos en un papel, en un rol, en un personaje, y lo hacemos entre amigos que nos queremos de verdad se puede llegar a ello.
A eso voy, a que hagamos las cosas por amor, por cercanía, por alegría, por estar en cada momento de nuestra vida unidos y no rebuscar las diferencias que nos separan y nos causan heridas. Lo importante es que procuremos siempre entre nosotros y entre aquellos que no nos caen tan bien, un modo de vida que nos ayude a ser santos: rechazar el agravio, amar a todos y no negar la palabra a nadie. Eso es lo que veo en esos chicos que son felices, que se quieren de corazón, que hablan entre ellos y que además se intuye que reina en esa unidad la alegría, la emoción y la paz.
Estos cuatro amigos nos dan una lección. No andan desunidos ni revueltos, sin llevar un orden, de cualquier manera dando igual el lugar que ocupan; sino que van en línea, bien colocados, cada uno en su puesto correspondiente y lo que es lo más significativo, van unidos en la amistad, que es la que cohesiona todo. Lo que más importa destacar es que nos muestran que lo que habita en ellos es el amor sincero, íntimo e intenso que nos pide Cristo para caminar junto a Él a pesar de ser “enemigos enfrentados y comunes” como los policías y presos.