En la Ciudad de México, capital de la República Mexicana, se encuentra la Universidad Iberoamericana a cargo de la Compañía de Jesús. A propósito de la fiesta de San Ignacio de Loyola, conviene desempolvar una anécdota tan dramática como ejemplar. Sucedió en 1979. Un terremoto arrasó con gran parte del campus. Con la audacia que caracteriza a los jesuitas y un alto sentido de solidaridad por parte de la comunidad universitaria, colocaron carpas y aulas prefabricadas en tanto se lograba la reconstrucción. Los testigos de aquel episodio, aseguran que no hubo quejas sino una adaptación que refleja la fuerza formadora y pedagógica de los jesuitas.
¿Qué hay detrás de la anécdota? En primer lugar, una llamada que interpela a la Compañía a seguir adelante con su tarea educativa, porque han sabido formar hombres y mujeres de bien. Es verdad que durante los años post conciliares, se dieron malas interpretaciones en el sentido de abandonar la educación formal; sin embargo, hoy más que nunca hacen falta instituciones educativas que, renunciando al relativismo, propongan creativamente la fe católica sin complejos y en clave de incidencia a través de la Doctrina Social. La Compañía puede, partiendo de la realidad del siglo XXI, hacerlo y, desde ahí, frenar la pérdida de tantas generaciones que se alejan de la Iglesia por no encontrar espacios serios de espiritualidad católica. En segundo lugar, recuerda cómo cuando hay voluntad de educar, de acompañar procesos, se puede empezar de cero y sortear cualquier obstáculo. Antes de pensar si quiera en cerrar un colegio, hay que agotar las opciones. El caso de la Ibero, enseña que no hay imposibles al contar con voluntad que bien puede llamarse “celo apostólico”. En tercer lugar, refleja que no se trata de cortar con los sectores empresariales, sino de evangelizarlos para sumarlos y así poder crear puentes de solidaridad, de corresponsabilidad.
Como nadie da lo que no tiene, se impone la tarea de formar religiosos y laicos que sepan combinar lo mejor de la tradición pedagógica de la Iglesia con la necesaria innovación, pero siempre dentro de la perspectiva del Evangelio. Esto supone acompañar, capacitar y encauzar talentos, enseñando que la vocación del maestro católico surge, en primer lugar, de la oración, para luego cualificarse mediante el estudio y las prácticas profesionales.
El ejemplo de la Ibero durante el terremoto del 79, tiene que hacernos apostar por la enseñanza formal, pues la dimensión institucional de la educación, enriquecida por los valores cristianos, forma hombres y mujeres íntegros. Sin duda, San Ignacio de Loyola no se equivocó cuando echó sobre sus hombros el proyecto de educar en la fe y, por supuesto, en la ciencia, bajo la divisa “Ad maiorem Dei gloriam”.
¿Qué hay detrás de la anécdota? En primer lugar, una llamada que interpela a la Compañía a seguir adelante con su tarea educativa, porque han sabido formar hombres y mujeres de bien. Es verdad que durante los años post conciliares, se dieron malas interpretaciones en el sentido de abandonar la educación formal; sin embargo, hoy más que nunca hacen falta instituciones educativas que, renunciando al relativismo, propongan creativamente la fe católica sin complejos y en clave de incidencia a través de la Doctrina Social. La Compañía puede, partiendo de la realidad del siglo XXI, hacerlo y, desde ahí, frenar la pérdida de tantas generaciones que se alejan de la Iglesia por no encontrar espacios serios de espiritualidad católica. En segundo lugar, recuerda cómo cuando hay voluntad de educar, de acompañar procesos, se puede empezar de cero y sortear cualquier obstáculo. Antes de pensar si quiera en cerrar un colegio, hay que agotar las opciones. El caso de la Ibero, enseña que no hay imposibles al contar con voluntad que bien puede llamarse “celo apostólico”. En tercer lugar, refleja que no se trata de cortar con los sectores empresariales, sino de evangelizarlos para sumarlos y así poder crear puentes de solidaridad, de corresponsabilidad.
Como nadie da lo que no tiene, se impone la tarea de formar religiosos y laicos que sepan combinar lo mejor de la tradición pedagógica de la Iglesia con la necesaria innovación, pero siempre dentro de la perspectiva del Evangelio. Esto supone acompañar, capacitar y encauzar talentos, enseñando que la vocación del maestro católico surge, en primer lugar, de la oración, para luego cualificarse mediante el estudio y las prácticas profesionales.
El ejemplo de la Ibero durante el terremoto del 79, tiene que hacernos apostar por la enseñanza formal, pues la dimensión institucional de la educación, enriquecida por los valores cristianos, forma hombres y mujeres íntegros. Sin duda, San Ignacio de Loyola no se equivocó cuando echó sobre sus hombros el proyecto de educar en la fe y, por supuesto, en la ciencia, bajo la divisa “Ad maiorem Dei gloriam”.