Las declaraciones de monseñor Gänswein, prefecto de la Casa Pontificia y secretario personal de Benedicto XVI, diciendo que de ninguna manera se puede dar la comunión a los divorciados vueltos a casar, han sido interpretadas como una advertencia de parte del Papa emérito, para trazar una línea roja que no se debería cruzar sin gravísimos daños. Esta es una interpretación legítima, habida cuenta la relación que hay entre ambos y que difícilmente Gänswein habría hablado sin contar con el visto bueno de aquel al que con tanta fidelidad sirve desde hace muchos años.

Sin embargo, en general se está olvidando que el secretario de Benedicto XVI es también prefecto de la Casa Pontificia del Papa Francisco. Es decir, tiene una vinculación con el actual Pontífice que, si no es tan estrecha como con su predecesor, sigue siendo muy importante. Por lo tanto, me parece también legítimo creer que Gänswein no habría hablado como lo ha hecho sin contar con el aval del Papa Francisco. Hasta ahora es la persona más próxima a él que se pronuncia de este modo, aunque varios cardenales del grupo especial de asesores lo hayan hecho en un sentido o en otro.

A poco más de dos meses de que se celebre el Sínodo, este tipo de "mensajes codificados" adquiere una importancia relevante. Supongamos que en el Sínodo se permite, de alguna manera, la comunión de los divorciados (por ejemplo, a través de esa puerta trasera que es el itinerario penitencial), se presentaría al Papa Francisco como el gran impulsor de la reforma y, aunque muchos católicos se sentirían inquietos y molestos, los medios de comunicación aplaudirían al Pontífice llenos de entusiasmo. Pero supongamos que eso no sucede, que la reforma no se aprueba -lo cual, a estas alturas, parece lo más probable-, entonces esos medios de comunicación dirían que el Papa ha sido derrotado y muchos de ellos arremeterían contra la Iglesia o pedirían incluso la dimisión del Pontífice para que fuera sustituido por uno más radical. La intervención de Gänswein puede servir, en este caso, como un cortafuegos, pues siempre se podrá decir, con toda la razón, que Francisco no alentó la reforma y que, por lo tanto, no quedó derrotado cuando ésta no salió adelante.

De lo que se trata es de salvar al Papa, maniobra a la que me apunto gustoso. El Pontífice no debe quedar inmerso en un debate teológico de la magnitud del que se está librando -el que se crea que se trata de la comunión de los divorciados es que aún no se ha enterado de nada-. Él es el garante de que el mensaje de Jesús se transmita íntegro de generación en generación. Su tarea es la de confirmar en la fe y no la de alentar teorías teológicas discutibles. Por eso es fundamental sacar al Papa del debate, situarle fuera de la polémica. Para que nadie pueda decir que el Papa ha sido derrotado -lo cual implicaría, quizá, su dimisión-, hay que decir ahora con toda claridad que el Papa no quiere la comunión de los divorciados vueltos a casar. En ese sentido pueden ser interpretadas tanto la intervención de monseñor Gänswein ahora como la del cardenal Kasper hace unos días. Salvar al Papa. Ese es el objetivo.