Hombre, pues claro que no es fácil luchar por la santidad en los tiempos que vivimos. Pero ni lo es ahora ni lo ha sido nunca. Cuesta. Y mucho. Lo más fácil es abandonar o conformarse con un mínimo. Zascandilear con Dios en un constante trapicheo. Que es lo que nos suele pasar a todos. Incluso con una vida de piedad más o menos decente. Estamos tan habituados a la comodidad que despreciamos el amor de Dios, y lo aparcamos para luego o para mañana o para cuando nuestro estado de ánimo sea más propicio. Y antes, por supuesto, está mi trabajo, la familia, mi descanso… Sólo al final del día igual nos acordamos de Dios un poquito, o cuando rezamos con nuestros hijos, o si el problema es de los gordos y no hay otra salida. ¡Son tantas las caídas! A veces cunde el desánimo, la vergüenza de confesarse de lo mismo. Falta fuelle porque falta oración. Sabemos muy bien lo que hay que hacer, pero tenemos miedo de hacerlo. Hace no mucho hice una visita al Señor en un convento de monjas carmelitas que hay en el centro de la ciudad donde vivo. Me arrodillé y entre unas cosas y otras Le dije: “Te ofrezco mi vida”. Bueno, bueno. Inmediatamente se desató en mí una especie de pánico. Falta de fe, en definitiva. No abandonar nuestra voluntad a la Suya, creer que somos nosotros los que sacamos adelante las cosas. ¡Seremos idiotas! Yo lo soy, no me escondo, porque me dejo llevar por mi gusto, por mi soberbia, por mi laxitud. Y después tanta inconstancia, tanto desamor. Dos días duran los buenos propósitos. Si llega. Dios acaba siempre en un rincón. Él lo quiere todo de mí, y yo no quiero prescindir de ciertos pequeños placeres que a la postre no me dejan levantar el vuelo. No acabo de entregarme del todo a Su Amor infinito porque estoy bien como estoy, en un término medio. O me lo parece. En esta vida interior tan floja, tan sosa. ¡Menudo hijo! Lo justo de lo justo. Pero tan justo que no acabas de creerte de verdad que tu vocación es la de ser santo. En medio del cisco y del trabajo, de un mundo exhausto. Como si la gracia de la santidad y de la perseverancia fuera en exclusiva asunto nuestro. Y Dios se arma de paciencia. Mejor dicho: de misericordia. Y nos abraza, hijos pródigos que somos, una vez y otra, con cariño insondable. Y si escuchamos nos cuenta Su intimidad y nos resucita la alegría. Y nos transforma. Claro que es posible la santidad. Y la conversión. Empecemos por los pequeños detalles. Enamorémonos del Amor con hechos concretos. Sin complejos ni vaguedades. Y hagamos hincapié en la oración y en los sacramentos, en los mandamientos y bienaventuranzas. En el apostolado con nuestros amigos. No hay felicidad más perfecta que el amor de Dios. Y el mundo cambiará. Lo que parece imposible corre de Su cuenta.