Es curioso, pero el cristianismo nos dice justo lo contrario: no merecemos nada por nosotros mismos. Lo que tenemos es don inmerecido de Dios. Todo el honor y la gloria son del Señor, nosotros aspiramos a ser herramientas dóciles en sus Manos, porque de esta forma es como encontramos la razón de ser, vivir y seguir adelante día a día.
El que se ama a sí mismo (Jn 12,25) no puede amar a Dios, pero el que a causa de las desbordantes riquezas del amor divino, no se ama a sí mismo, éste ama a Dios. Un hombre como éste no busca jamás su propia gloria sino la de Dios, porque el que se ama a sí mismo busca su propia gloria. El que está unido a Dios ama la gloria de su creador. En efecto, lo propio de una alma sensible al amor de Dios es buscar constantemente la gloria de Dios cada vez que cumple sus mandamientos, y se alegra de su pasar desapercibido. Porque la gloria pertenece a Dios por su grandeza, y el pasar desapercibido es lo propio del hombre, porque eso le hace ser de la familia de Dios. Si obramos así nuestro gozo será grande como lo fue el de san Juan Bautista y comenzaremos a repetir sin cesar: «Él tiene que crecer y yo tengo que menguar» (Jn 3,30). (Diadoco de Foticé. La perfección espiritual, 12)
Negarnos a nosotros mismos puede parecer una propuesta sado-masoquista, pero es todo lo contrario, ya que cuando nos negamos es cuando nos encontramos. Cuando perdemos la vida por Cristo, es cuando la encontramos. Dicho de forma rápida, la evangelización es anti-marketiniana. No es una oferta que cree deseos inexistentes y nos urja a saciarlos con lo que nos ofrecen. Lo que Cristo nos ofrece es perdernos en El para ser otra persona diferente nacida del Agua y del Espíritu, como le indicó a Nicodemo.
San Juan Bautista dejó muy claro el camino: «Él tiene que crecer y yo tengo que menguar». Menguar para dejar espacio en nosotros a la Luz que nos llena e ilumina.
Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija, o la pone debajo de un lecho, sino que la pone sobre un candelero, para que los que entren vean la luz. (Lc 8, 16)
Una vez se encienda la Luz, la evangelización se convierte en algo natural, no forzado, promocionado o pre-motivado. Quien se vacía para ser lámpara que contiene la Luz de Cristo, simplemente deja que brille la Luz que humildemente recoge en su interior.
Negarse a sí mismo es abrir el corazón a Dios.