Cuando el mal aparece entre nosotros, nos encontramos con la cizaña haciendo su hábil trabajo. La cizaña debilita al trigo y engaña al agricultor, que no sabe que está instalada en su cosecha. Cuando ya puede diferenciar trigo y cizaña, no puede quitarla sin dañar al trigo. Habrá que esperar a que venga la ciega y se separe trigo y cizaña, grano y paja. El grano se molerá para hacer harina, que mezclada con agua, sal y levadura, hará posible tener masa de trigo lista para hornear. La cizaña y la paja, servirá para otras cosas, como avivar el fuego que cocerá la masa de trigo para convertirla en pan.
¿A que podemos aspirar los cristianos? Podemos ser grano de trigo y levadura, ya que esa el la Voluntad de Dios.
En el evangelio leemos: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, quedará solo; si muere dará mucho fruto” (Jn 12,24). El Señor Jesús es el grano de trigo, pero también es levadura... Viniendo al mundo, como hombre y solo, el Señor Jesús ha dado a todos los hombres la posibilidad de llegar a ser lo que él mismo es. Todo aquel que se incorpora a la levadura de Cristo se convierte en levadura, útil para si mismo y para todos los demás. Se salvará y salvará a muchos.
Antes de ser introducida en una medida de harina, la levadura se bate, se desmenuza, se disuelve. Entonces es cuando se asemeja a los innumerables granos de trigo molidos que constituyen la harina. Unifica en un cuerpo sólido una sustancia que, de suyo era tan inconsistente como el mismo polvo. La levadura, en fin, convierte en una pasta útil lo que parecía ser pura dispersión vana.
Así, Nuestro Señor Jesucristo, levadura del mundo entero, fue quebrantado por muchos sufrimientos, lacerado y destruido, y su sustancia, su preciosa sangre, fue derramada por nosotros para dar consistencia a todo el género humano disperso. Nosotros, que éramos como la harina de pueblos dispersos, nos ha reunido como la levadura convierte la harina en masa compacta. Nosotros yacíamos, miserables, por toda la tierra, dispersos y quebrantados, ahora quedamos unidos en el cuerpo de Cristo, gracias al poder de su pasión. (San Máximo de Turín. Homilía 111)
Cristo fue la primera levadura, la más fuerte y santa. La levadura que hizo posible nuestra redención a través de su sacrificio. Pero Cristo espera que nosotros sigamos su ejemplo y seamos levadura que transforme y mejore la sociedad donde vivimos. Sabemos que el Reino de Dios no es de este mundo, pero no por ello dejamos de rogar a Padre, que este Reino venga a nosotros, porque la Esperanza así nos lo pide.
Ser levadura conlleva dejarse mezclar con el mundo y prepararlo para ser transformado en algo que no existía antes: pan. Pero la levadura por sí misma no hace el pan, aunque sin ella el pan sería ácimo. Lo que transforma la masa de pan fermentada en pan es el horno. Es decir la tribulación y el sacrificio.
Ojo, no se trata de “hacer sacrificios” al estilo judío. Es decir, pagar por animales que serían sacrificados de forma ritual. “Mas si supieseis qué significa: Misericordia quiero, y no sacrificio, no condenaríais a los inocentes” (Mt 12, 7). Cristo no quiere que hagamos sufrir a los demás por una causa que les excede. Para ellos quiere la misericordia que acoge, ayuda y señala el camino. De cada uno de nosotros espera un sí claro y confiado, como el de la Virgen María. El sacrificio es un ofrecimiento propio, incondicionado y confiado. Dejarse en manos de Dios como herramienta dóciles a su voluntad. Ahí está la negación de sí mismo, que es el sacrificio que Dios desea de nosotros. Ser levadura que se gasta y desgasta por transformar la masa de harina y agua en masa de pan lista para hornear.