La semana pasada hablábamos de cómo el Catecismo de la Iglesia Católica relaciona explícitamente la ciencia y la religión.
En la introducción de dicho libro se comenta también que el hombre es “capaz de Dios”, en latín “capax Dei”. Esto significa que todo el mundo tiene grabado en su corazón el deseo de Dios, cosa que no vamos a hallar mediante un experimento científico, porque nuestra relación con Dios abarca tanto la dimensión corporal como la espiritual. No somos puramente materia. Este anhelo puede canalizarse de diversas maneras.
El punto 31 del Catecismo dice:
«Creado a imagen de Dios, llamado a conocer y amar a Dios, el hombre que busca a Dios descubre ciertas "vías" para acceder al conocimiento de Dios. Se las llama también "pruebas de la existencia de Dios", no en el sentido de las pruebas propias de las ciencias naturales, sino en el sentido de "argumentos convergentes y convincentes" que permiten llegar a verdaderas certezas. Estas "vías" para acercarse a Dios tienen como punto de partida la creación: el mundo material y la persona humana».
Y después continúa en el 32:
«A partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del orden y de la belleza del mundo se puede conocer a Dios como origen y fin del universo».
La astronomía es la ciencia que más suele impactar al ser humano: galaxias situadas a millones de años luz, estrellas que explotan y producen un brillo equivalente a miles de millones de estrellas juntas, planetas gaseosos, nebulosas…
Pero también podemos acudir a las demás ciencias y descubrir la belleza que hay en nuestro propio planeta, donde se puede disfrutar de una inmensa variedad de climas y de paisajes de ensueño, del florecer de las plantas en primavera o la diversidad de especies animales que existen, por no hablar del mundo microscópico.
La naturaleza tiene fallos, sin duda, pero el maravilloso orden con que se sostiene todo desde el nivel más pequeño, el de los átomos y demás partículas, hasta el más grande, el de las galaxias con millones de estrellas que componen el universo, es mucho mayor que el desorden que existe.
No cabe duda de que existe el mal, pero la belleza y el bien son muy superiores.
No reconocerlo sería como aquel que visita una catedral y, al observar una serie de grietas e imperfecciones, comienza a decir que esta catedral ha sido hecha por casualidad, o se pregunta cómo alguien tan inteligente que haya construido ese templo ha podido permitir que se deteriore.
Creo que una visión más ajustada a la realidad es reconocer que ese creador de la catedral es tan generoso que nos la ha confiado para que la cuidemos y mejoremos.
Es como un buen padre que quiere demostrar cuánto amor le tiene a su hijo dándole autonomía y responsabilidad. Aunque con esa libertad también surge la posibilidad de no hacer un buen uso.
Aquí entran en juego conceptos como el mal y el pecado, que precisamente explican los desperfectos en la magnífica obra de la Creación.