Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo (Sal 42 (41),2s).
El hombre tiene sed de Dios. Ha sido creado para la divinización y consciente o inconscientemente todos sus actos vienen determinados por el para hacia el cual ha de tender y que, abierto para su realización, se le presenta como tarea, que lo es de sí mismo. Hasta cuando conscientemente alguien niega que sea Dios el único que pueda saciar su sed, ésta lo persigue y todos los paras tras los que corre no son sino sucedáneos con que intenta saciarla. En la elección de ese sentido último en todas sus decisiones, el hombre se va moldeando, va definiendo quién es y lo hace con valor de eternidad; el hacia para el que haya vivido determina el que su trasvida sea eterna plenitud o la más radical frustración, una existencia eternamente sedienta de divinidad.

La antífona de comunión da palabras al creyente que se acerca a recibir a Cristo. Es la sed de divinidad lo que lo mueve y es en Cristo en quien reconoce a Aquél que puede dar el agua viva (cf. Jn 4). Es también con este Salmo 42 con el que respondemos a la última lectura veterotestamentaria en la Vigilia Pascual y asimismo forma parte de la misa de difuntos. El fiel se acerca, por tanto, al que sacia la sed, que es el que da cumplimiento a las promesas del AT con su Resurrección. Al ir a comulgar satisfacemos nuestra sed de divinidad, pero pregustando los bienes celestes; la apagamos, pero como quien va en camino saboreando ya su contentamiento pleno en la Jerusalén celeste: “Luego me mostró el río de agua de Vida, brillante como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero” (Ap 22,1).