Amós 7, 12-15; Efesios 1,3-14; Marcos 6, 7-13
« Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja»
«Jesús no formó un ejército en orden de batalla. Eligió hombres y los mandó a la misión. Todos originales. Todos diferentes. Escuchó lo que había en su alma, respetó sus sentimientos»
Me importa siempre lo que sintió Jesús. Igual que me importa lo que siente la gente que me importa. Su estado de ánimo. Su pena y su dolor. Su alegría y su emoción. Lo que siente, no tanto lo que hace o deja de hacer, aunque eso también sea importante. Me importa más su alma que su cargo o su encargo. Me preocupa más cómo vive la vida, mucho más que sus habilidades. Aunque a veces me quedo en lo no importante, en lo secundario. En los hechos y en las palabras, más que en el amor y la verdadera intención que mueven sus pasos. No tomo tan en cuenta el corazón, la intención más honda escondida en sus actos. Incluso a veces pongo en su corazón intenciones que no existen, aunque yo crea que sí. Y puedo llegar a decir: «Esto lo dijo porque tiene un prejuicio. O porque quería lograr esto otro. O porque piensa de esta manera». Y me equivoco fácilmente al encasillar. Aunque encasillar me dé seguridad. La seguridad de saber dónde se encuentra cada persona, en qué lugar, lo que piensa y lo que se puede esperar de ella. Tal vez es que no miro a las personas con un corazón limpio. Me gustaría mirar a todos con un corazón puro. Sin buscar segundas intenciones, sin pretender saber lo que hay en su alma. Sin presuponer sentimientos que a lo mejor no tiene. Tantas veces encasillo a las personas por sus actos. Son buenos o malos, inteligentes o torpes, capaces o incapaces, abiertos o cerrados, flexibles o inflexibles. No me pregunto lo que han sentido al hacer o decir alguna cosa. No pienso en su historia y en lo que les ha llevado a actuar de una determinada manera. Quedarme en lo que siente, en lo que les motiva, puede parecer demasiado subjetivo e inabarcable. Los actos son hechos, son más objetivos. Los puedo pesar y medir. No se escapan. Son recogidos por mis ojos. Los toco y los analizo. Una frase, una foto, un hecho frío y objetivo. Con eso basta. Las intenciones, los sentimientos que los precedieron, son más difíciles de comprender. Se deslizan entre los dedos. Juzgar hechos es más sencillo. Es irrefutable. Y condenar a la persona así es fácil, no hay que darle más vueltas. Sin embargo, no me quedo tranquilo. En mi vida personal priman los sentimientos, más que los hechos. Incluso mis pecados, descarnados y objetivos, los tiño a veces de una justificación cálida. Entran en juego las razones del corazón y el hecho objetivo se viste de una luz nueva, la luz que da el alma. Lo que siento o dejo de sentir. Lo que padezco y sufro. Lo que me alegra y lo que me apasiona. Todo eso importa y mucho. No puedo vivir sin tomar en cuenta mis sentimientos. A veces veo a personas educadas para no sentir, para no expresar. Han tapado la puerta de su alma. Simplemente cumplen su misión, obedecen, como un ejército en orden de batalla. Izan la bandera de la objetividad. Se amparan en una misión que no puede estar expuesta a contemporizaciones. El hecho es lo que vale. Los datos fríos. Las cifras. La meta. La verdad es que me impresiona tanta disciplina. Me abruma un poco. Importa más el dato que la persona, el fin más que el alma del que se entrega. Creo que obviar lo que siento, pasar por alto mis emociones, tiene su precio. ¡Cuántas enfermedades surgen en el cuerpo y en el alma por intentar reprimir nuestros sentimientos! Salen reacciones en la piel, perdemos el sueño, nos estresamos sin razones suficientes para ello, surgen la ansiedad y la angustia, los rencores infundados, la enfermedad. Nos bajan las defensas, nos deprimimos y entristecemos, comienzan las críticas y los juicios, las comparaciones y la amargura. Nos enredamos en pensamientos negativos que nos quitan la paz. Hay muchas cosas que tienen que ver con esos sentimientos del alma que no reconocemos, rechazamos continuamente y ocultamos, porque no nos gustan o porque nos piden que no los mostremos. Nos dicen que la misión nos espera. Que hay que darlo todo. Y así acabamos quebrando a las personas cuando les pedimos que se echen la manta a la cabeza y sigan caminando. Importan los sentimientos, las percepciones subjetivas, las razones del alma, lo que me alegra y me hace sufrir. A mí me importan. Son mis sentimientos. Pero sobre todo le importan a Dios. A Él le importan mi corazón y mi alma.
Vivir reconociendo mis sentimientos, aunque no sean los más puros y santos, es el camino para tener una vida sana, una vida que aspira a ser santa. Decía siempre el P. Kentenich que Jesús tiene que entrar en mi subconsciente: «Queremos ser, en la medida de lo posible, personas puras hasta en su nivel subconsciente; y ser además transparentes, llenos de espíritu, de moralidad, de Dios. De ahí el dolor oculto y el anhelo que surge en nosotros cuando contemplamos los ojos límpidos de un niño»[1]. La verdad, quisiéramos tener un corazón puro. Una intención limpia. Una mirada trasparente. Como la de los niños. En lo más hondo del alma guardo todo lo que recibo. Ahí quiero encontrarme con Dios, trasparentar a Dios. Que Dios entre y se quede. Quiero un alma de niño, un corazón de niño, una mirada pura de niño. Jesús conoce mis sentimientos. Todos, también los inconfesables. Y le importan. Y me quiere con ellos. No sin ellos. Necesito esa pureza del alma que se trasparente en la mirada. Quiero dejarme mirar por Dios en mis sentimientos más hondos. Así me llama Jesús. Sabiendo lo que hay en mi corazón. Así me envía el Señor, sabiendo lo que llevo en el alma. Y me pide que le entregue todo lo que siento. Es verdad que me gustaría sentir como siente Jesús. Tener sus sentimientos de compasión, mansedumbre, paciencia, alegría, humildad, sencillez. Esos sentimientos que le hacían detenerse ante el más necesitado y dejarse el alma a jirones por amor. Sí, sentir como Él, vivir como Él. Prefiero tener sus sentimientos antes que sus poderes. Para poder mirar bien a los otros, para mirarme bien a mí mismo. Para no juzgarme cada día por lo que siento, por lo que mueve mi corazón. No me siento soldado, parte de un ejército, confundido en una masa obediente, uniformada. Nunca me he sentido así. Jesús no formó un ejército en orden de batalla. Eligió algunos hombres y los mandó a la misión. Todos originales. Y los mandó de dos en dos. Todos diferentes. Escuchó lo que había en su alma, respetó sus sentimientos más verdaderos. Es difícil nadar contracorriente, ser fiel a lo original sin perder la identidad en la masa. Dice el P. Kentenich: «Cuántas iniciativas se malogran porque la presión de la masa es demasiado fuerte y uno tiene muy poca audacia. Porque hace falta coraje para nadar contra la corriente. Luchar por la verdadera libertad»[2]. Jesús me quiere como soy. Con lo que siento y sufro. Quiere que sea yo mismo, sin renunciar a lo más propio de mi alma. Quiere educar mi corazón para que llegue a aceptar con paz mis tentaciones y esos sentimientos que me sorprenden. Sentimientos a veces injustos o que me hacen mal. Pero tengo que reconocerlos y entregarlos. Ojalá el Señor los cambie por los suyos. Ojalá me haga de nuevo, limpie mi alma y me devuelva la mirada pura de aquellos ojos de ayer. Dios tiene que entrar allí, en lo más hondo de mi alma. En lo que amo y en lo que sufro. En lo que odio con vergüenza. En lo que me hiere y me cuesta perdonar. En mis rencores enquistados. En mis complejos que me ponen a la defensiva. En aquello de lo que me arrepiento y en aquello que pese a todo volvería a hacer de nuevo. En esa caja negra que va grabando la parte de mi vida que percibo y no controlo. Va metiendo en mi alma tantas cosas que no veo al pasar, cosas que a veces no comprendo o no veo con objetividad. Cosas que luego me pesan y marcan mis reacciones y sentimientos más constantes. Allí quiero que entre Jesús, en lo más hondo, en lo más verdadero. Quiero que lo llene todo con su luz. Quiero dejarle entrar. Hacerlo es una prueba importante. Porque se iluminan las sombras y salen a relucir mis oscuridades. Decía el P. Kentenich: «Si los sentimientos no se purifican, si no los doblego hasta el extremo, nunca poseeré el equilibrio necesario para ser objetivo»[3]. Un poco objetivo sí, pero totalmente objetivos, nunca lo seremos. Siempre miraremos la vida con el color de nuestra alma. Y percibiremos la vida desde nuestras heridas. Porque en ellas me encuentro con mi pobreza y mi riqueza. Y desde allí miro la vida, la juzgo y la interpreto. Con lo que detesto y lo que amo. Con lo que sufro y deseo. Con mi yo más verdadero. Pero sí es bueno pensar que no puedo dejar llevarme continuamente por lo que siento. Tengo que aprender a tomar algo de distancia para observar la vida y juzgarla desde Dios. Aceptar lo que siento. Decidir con mi corazón herido. Y con ello, dejarme la vida por los caminos. Entregándolo todo. Sin escatimar nada.
Hoy Jesús envía a los suyos a la misión. Marcos habla del envío de los doce: «En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos». En Lucas vemos que envía a setenta. En lo que parece una alusión a los setenta pueblos de que se compone la humanidad según la tabla etnográfica de la Biblia (Gén 10): «Después de estas cosas, designó el Señor también a otros setenta, a quienes envió de dos en dos delante de Él a toda ciudad y lugar adonde Él había de ir. Y les decía: -La mies a la verdad es mucha, mas los obreros pocos; por tanto, rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies. Yo os envío como corderos en medio de lobos». Envía un número mayor y quiere abarcar todos los lugares de la tierra. Destaca que la mies es abundante. Y que los manda como corderos en medio de lobos. Me gusta esta misión antes de Pentecostés. Pero me desconcierta. No sé por qué los envía en medio de su vida, si no era tan necesario. Ya vivirían sin Él más adelante, cuando Él no estuviese. Entonces la misión ya sería en serio. Ahora parece un ensayo, una prueba. No sé. Quizás pensaba Jesús que el corazón de los suyos se ensancharía al perder sus seguros y ver tanta necesidad. Les ayudaría a ver de lo que eran capaces. Tal vez descubrirían el tesoro que llevaban dentro. Un pequeño riesgo en medio del camino en el que Jesús cuida y vela por todos. Una aventura. La verdad es que no siempre tengo presente el alcance de esa misión. ¿Cuáles fueron sus frutos? ¿Qué lograron? ¿Estaban preparados? No habían vivido lo central del evangelio. ¿Cómo lo harían? Anunciarían la llegada del Reino de Dios. Algo estaba cambiando. Pero no sabían tantas cosas. Me siento como ellos yo mismo. Tan pobre, tan incapaz. Tan roto, tan frágil. Anuncio a Cristo resucitado y tropiezo de nuevo con la muerte en mi propia vida. ¿Cómo anunciar la vida verdadera cuando muchas veces vivo cosas falsas? Me gusta la coherencia. Es lo que esperamos del que predica. Queremos que las personas sean de una pieza. Lo que dicen y lo que hacen. Nos abruma la mentira y la falsedad. No entendemos un discurso sin obras. Predicar con palabras puede ser sencillo. Predicar con silencios, con gestos, con obras, es definitivo. Los grandes santos tuvieron pocas palabras y muchas obras, pocos discursos y mucho amor. Me siento hoy como esos discípulos tan incapaces de dar la vida. Seguían a Jesús por los caminos. Hablaban del reino y pensaban en su corazón en otro reino. Se sentirían impotentes. No eran capaces de hacer los milagros que hacía el maestro. ¿Sus palabras? No lo sé, ¿tendrían fuerza? Tal vez sí, a veces el discurso humano puede ser persuasivo. Ellos eran amigos de Jesús. Tal vez con eso les bastaba por el momento. Vivían con Él, comían de su mismo plato, escuchaban en privado la explicación más honda de sus palabras. El amor asemeja, y ellos amaban mucho a Jesús. Es verdad que no serían capaces de dar la vida todavía. Eran débiles, frágiles. Soñaban con ese reino que iba a cambiar su vida en la tierra. Estaban dispuestos a luchar. Eran apasionados. Pero, ¿capaces? Es verdad lo que ya sabemos: la llamada nos capacita. Cuando Jesús pronuncia nuestro nombre nos da la fuerza para ponernos en camino. Eso me alegra y calma. Lo importante es ser enviados, llamados por otro que le da un sentido a nuestra existencia. Ser enviado es algo pasivo que sólo requiere mi sí previo, mi disponibilidad alegre. Sí, quiero. Adsum. Estoy dispuesto. Importa ese sí antes de la acción. Ese sí sincero y pobre. ¡Cuánto miedo en su corazón antes de ponerse en camino! ¿Qué iban a decir? Sin Jesús, ¿sería posible hacer algo? Necesitaban mucha oración, mucha unión con Jesús. Son enviados porque Jesús ha mirado su corazón, su generosidad, sus sueños, su mirada pura, como la de los niños. Lo reconozco, yo a veces me quedo en los datos, en las capacidades, en lo objetivo. Me importa más lo que hicieron que cómo lo vivieron y lo que significó en sus vidas. Creo más en la capacidad humana que en la gracia de Dios. Me falta la fe de esos hombres pobres que se abren a Jesús y confían. Creen de verdad que Jesús cuenta con ellos, que los necesitan. No están actuando, están viviendo de verdad, con la pasión que el mismo Jesús tiene. Comenta Benedicto XVI: «El hecho de que Jesús llame a algunos discípulos a colaborar directamente en su misión, manifiesta un aspecto de su amor. Él no desdeña la ayuda que otros hombres pueden dar a su obra; conoce sus límites, sus debilidades, pero no los desprecia; es más, les confiere la dignidad de ser sus enviados». Jesús conoce el corazón de sus discípulos. Sabe a quién envía. Sabe que son frágiles. Conoce su corazón herido. Su alma cargada de pesares. Sus miedos y sentimientos confusos. Su pasión, su alegría. No los envía como un ejército en orden de batalla. No creo que le importen tanto los frutos objetivos. Él mismo no fue un especialista en logros materiales, cuantificables. A Jesús no le importan las cifras, mira el corazón del hombre, de cada hombre.
Jesús los llama y los envía. A cada uno. Les da la dignidad de enviados. Les da su mismo poder. Les pide que confíen y crean aunque parezca imposible. No poseen en plenitud el Espíritu Santo. No ha sucedido la muerte y la resurrección de Jesús. Pero son enviados. Son capacitados. Y ellos se dejan enviar. No toman la iniciativa. No piden ser enviados. Es Jesús el que los envía. Eso da seguridad. Comenta el Papa Francisco: «Ver, recordar y contar, son los tres verbos que describen la identidad y la misión. El testigo es uno que ha visto, pero no con un ojo indiferente; ha visto y se ha dejado implicar por el suceso. Por esto recuerda, no sólo porque sabe reconstruir de forma precisa los hechos sucedidos, sino porque esos hechos le han hablado y él ha tomado su sentido profundo. Entonces el testigo cuenta, no de forma fría y distante, sino como uno que se ha cuestionado, y que desde aquel día su vida ha cambiado». Son enviados no por su capacidad, sino porque han vivido con Jesús. Son testigos de un amor diferente. Han saboreado la presencia del reino en sus palabras y en sus obras. Han sido testigos de unos milagros maravillosos. Han escuchado sus palabras con atención, bebiéndolas como los niños. Han palpado su amor sencillo, cotidiano, de palabras y abrazos. Han vislumbrado el cielo abierto detrás de su carne. Cada noche las estrellas, cada mañana el sol lleno de esperanza. Han soñado a su lado y han compartido sus sueños. Saben que el reino de Dios va a cambiar los corazones. Ya lo está haciendo. Ellos mismos están cambiando. Y saben que si los corazones cambian, cambia todo a su alrededor. Han visto milagros sencillos y prodigiosos. Saben que algo nuevo comienza aunque todavía no sepan cómo explicarlo. El cambio ya es real en ellos. Pequeños cambios, pero suficientes. Es verdad que los cambios son lentos. Tres años parece poco tiempo. Pero todos los días compartidos con Jesús son muchos días, es una escuela única. Ellos mismos verían que no eran los mismos que el primer día. No serían más capaces. Pero sí estaban más enamorados. Lo habían dejado todo por seguir a Jesús. Se sentían fuertes. Habían expuesto sus vidas. Eran señalados por los demás. Eran discípulos unidos a un maestro. Participaban ya levemente de su fuerza y su poder. A veces queremos estar muy formados para ponernos en marcha. ¿Qué vamos a decir? Hay personas que llevan toda su vida formándose, han leído libros y libros y no son capaces de preparar una charla, hablarles a sus amigos de Dios, contarles a otros lo que está ocurriendo en su alma. A veces me sorprende. Pedimos formación, más formación y dejamos la misión para otros más preparados. Nosotros todavía estamos en formación. Y con eso justificamos nuestra comodidad. Detrás hay un miedo inmenso al fracaso, al ridículo, al rechazo. Miro hoy a los discípulos y encuentro que no está justificado el miedo. Ellos no estaban formados y obedecen, se ponen en camino. Se exponen al rechazo. ¿Y nosotros? Nos cuesta mucho el rechazo, que no entiendan nuestras palabras, que no acojan nuestro testimonio. Decía el Papa Francisco: «La Iglesia os quiere hombres de testimonio. Decía san Francisco a sus hermanos: -Predicad siempre el Evangelio y, si fuera necesario, también con las palabras. No hay testimonio sin una vida coherente. Hoy no se necesita tanto maestros, sino testigos valientes, convencidos y convincentes, testigos que no se avergüencen del Nombre de Cristo y de su Cruz ni ante leones rugientes ni ante las potencias de este mundo». Estas palabras del Papa me conmueven. Así es como nos manda Jesús. Nos envía sin nada a darlo todo en medio de leones rugientes. Nos envía a predicar con nuestra vida y, si es necesario, también con nuestras palabras.
¿Qué sentirían los apóstoles hoy al ser enviados? No me quiero quedar en el dato. Una noticia contada entre muchas. Me gustaría adentrarme en el corazón de aquellos hombres. ¿No estarían llenos de miedo? De dos en dos. No van solos. Otro más acompaña sus pasos. Podrían compartir sus miedos y frustraciones. ¿Qué dirían cuando se vieran delante de los hombres? ¿Qué harían si eran rechazados, o criticados, o apaleados? ¿Y si fracasaban en su empresa y regresaban a casa con las manos vacías? Tendrían mucho miedo. ¿Acaso no lo tenía yo cuando Jesús me invitó a seguir sus pasos como sacerdote? El mismo miedo que siento al ver una misión ingente que supera mis capacidades. De dos en dos. Me gusta esa referencia. Uno no es enviado en solitario. Va siempre con otro. Tal vez la misión sería imposible si voy solo, si no tengo otro apoyo. Un bastón para vencer las dudas de mis pasos. Decía el P. Kentenich: «Hoy en día, el deber de esta profunda comunidad se hace más necesario que nunca, puesto que las circunstancias del tiempo separan muy fuertemente a los personas unos de otros. Podrá ser que vengan tiempos difíciles. Y es verdad que, cuanto más difíciles son los tiempos, tanto más estrechamente debemos unirnos como una única gran familia llamada por Dios»[4]. De dos en dos. Entrelazados los corazones. La comunidad era importante. Jesús nunca iba solo. Jesús no envía a los suyos solos. Los envía acompañados. La comunidad ya en sí misma es testimonio. El amor fraterno es testimonio de un amor inmenso. La entrega por una misión en comunidad. Unir los corazones. ¡Qué difícil a veces estar unidos en una misma misión! La Iglesia, tan diversa en carismas, tan unida en Jesús, ¡Cuánto cuesta que esté unida! Somos autónomos y podemos caer en la autosuficiencia. Como si no nos importaran los demás. Vivir en comunidad en un mundo que tiende a separar no es sencillo. Pero es la gran misión que hoy tenemos. ¡Cuántas personas viven hoy solas! Muchas personas que no encuentran con quien recorrer el camino de la vida. Y, además, ¡cuánto cuesta asumir el compromiso de vivir en comunidad! Uno quiere conservar su independencia. ¡Qué difícil tener que ceder para hacer posible la comunidad! Toda comunidad, toda vida en compañía de otro o de otros, exige renuncias. El amor nos pide renuncia. Pero nos da un hogar, un lugar en el que descansar. Jesús los manda de dos en dos. No solos. Para que se cuiden y protejan. Para que se guarden y sostengan. Para que los demás puedan ver cómo se aman. La Iglesia es comunidad. Es comunión de corazones. ¿Con quién me envía Jesús? ¿Con quién comparto mi misión? ¿Cuido a mi compañero o compañeros de misión? Nos unimos los unos a los otros. Unidos en una misma misión. No mi misión particular. A veces nos pasa que nos creemos nosotros fundadores, enviados en soledad a marcar nuestro estilo, a imprimir nuestro carácter. Perdemos fuerza porque vamos solos. No nos dejamos complementar por otros. No complementamos. No contamos con otros. Jesús nos envía de dos en dos. Unidos en el alma. ¡Cuántas barreras nos separan! Envidias, rencores, egoísmos. Competimos por dejar nuestra impronta. Nos falta humildad y mansedumbre para servir. Generosidad para acoger con alegría el aporte de los demás. En este mundo impersonal e individualista el testimonio de la comunidad ya es importante.
¿Cuál es la misión a la que Jesús hoy me llama? Es Jesús quien envía a los discípulos. Me gustaría siempre saber que es Jesús quien me envía a mí. Tener la certeza de que es Él el que me pide que vaya a los hombres. Que me espera a la vuelta. Que reza por mí en mi misión. Que va conmigo en mi corazón. Dejar la casa, la tierra, lo seguro y lo fácil, para acercarme a los hombres, para tocar puertas. Me cuesta. A veces prefiero que la gente se acerque a mí. Prefiero cuidar a los que Dios me ha confiado, a los que conozco, a los que ya tengo en el redil. Prefiero mi rutina. Peinar ovejas, como nos dice el Papa Francisco. Pero la misión es mucho más amplia y hay que ser capaces de abandonar la comodidad. ¿Cuál es la misión a la que me envía Jesús? ¿La conozco? ¿Me dejo espacio interior para descubrir su voz en medio de mi vida ajetreada y escuchar dónde me envía? ¿Para qué me necesita y dónde? Quizás me cueste ver caminos nuevos, personas nuevas, etapas nuevas. Dejar lo cómodo y conocido para mí y salir de mi zona de confort. Exige audacia y valentía. A veces me falta. Lo que es aventura, donde no me siento tan seguro. Y muchas veces, vivo, dejo pasar los días, y no sé dónde me envía Jesús. Qué es lo que quiere que yo regale a otros. Una persona rezaba: «Me gustaría ver la conversión de tantos que no creen y se alejan. Me gustaría abrazar la vida con mis manos rotas, en mi barca rota. Me gustaría inventarme un paisaje. Crear un mundo real. Inventarme sonrisas, dibujar alegrías. Sí, me gustaría hacer tantas cosas y dejar de hacer otras. Atar y desatar. Andar y desandar. Correr y parar. Hablar y callar. Con calma, sin sobresaltos. Esperando a que la vida se vuelva camino libre. Quiero inventarme un seguro, para caminar sin miedo. Y luego veo que el seguro sólo se me da si creo. Si no creo, ando atando cabos, sujetando las riendas de la vida, esperando el tiempo exacto, esperando a que las cosas sean lo que nunca han sido. Esperando a que esté todo claro. Caminando despacio por miedo a caerme. Me falta fe. Esa fe de los niños que no temen las sorpresas, que cabalgan seguros, que deambulan errantes. La confianza ciega en que un paso con miedo equivale a un salto audaz. Cada mañana, cada noche». Jesús nos llama a nosotros, nos invita a colaborar con Él. Nos llama a acompañarlo y a conocerlo más íntimamente. Esa misma llamada que hizo a los doce, hoy nos la hace a nosotros. Nos invita a estar cerca de Él. Nos llama por nuestro nombre. A cada uno. Espera nuestro sí audaz. Allí donde Él me quiere. Me pide que vaya a anunciar la plenitud, el amor, la vida verdadera. Me pide que vaya a sanar heridas. A liberar a los endemoniados. A los que han perdido el norte. A dar la paz al que está lleno de violencia: «Dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos, sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa». Una misión que trae paz y liberación a todos. La misión es amplia. El otro día leía: «El reino de Dios se abre camino allí donde los enfermos son rescatados del sufrimiento, los endemoniados se ven liberados de su tormento y los pobres recuperan su dignidad. Dios es el ‘anti- mal’: busca ‘destruir’ todo lo que hace daño al ser humano»[5]. Los apóstoles hacen realidad esa misión inmensa. Se van a los pueblos de alrededor. Llegan antes que Jesús. Pero en su lugar. No se predican a sí mismos, no se señalan a sí mismos. Regalan lo que han recibido de Jesús: la conversión del corazón y la sanación de sus heridas. Eso es lo que entregan. La forma de Jesús de pasar haciendo el bien. Curando enfermedades y contando que Dios nos ama, que merece la pena abrirse a Él y dejar que nos abrace. Jesús cambió sus vidas, cambió su forma de mirar la vida. Nada es igual desde que lo conocieron y los llamó al borde del lago. Jesús los consoló, curó sus heridas de amor y de soledad. Tenían paz. Vivían confiando, abiertos, como niños. ¿Cómo no contarlo? Sólo si Dios me ha cambiado el corazón, sólo si me he convertido en lo más profundo, puedo darlo y ser creíble. Sólo si me he dejado curar puedo hablar de un Dios que se abaja para calmar y consolar, para abrazar y acariciar. Eso es lo que hicieron los discípulos esos días. Hablar desde su experiencia. Contar que la vida con Jesús merecía la pena. Jesús nos anima a dar lo que tenemos, sin prepotencia, con sencillez, predicándole a Él. Viviendo como Él. Saliendo de nosotros mismos. Nuestra misión no es tanto hablar de Jesús, sino ser Jesús, vivir y mirar como Él. Amar como Él. Consolar como Él. Curar como Él. No siempre podremos decir palabras, a veces nos tocará sólo estar al lado. Sostener. Acoger. Como lo hace Jesús con nosotros, tantas veces en silencio.
Los envía con pocas cosas, como hijos pobres: «Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto». Los envía desprovistos de seguridades humanas. Para que no piensen que los frutos son gracias a su entrega y su esfuerzo, gracias a sus capacidades. ¡Qué importantes son los «cómo» en nuestra vida! Es lo que marca la diferencia. Cómo nos casamos. Cómo elegimos nuestra vocación. Cómo trabajamos. Cómo nos vamos de un trabajo. Cómo despedimos a alguien. Cómo llevamos la cruz. Cómo vivimos una alegría. Cómo lo pasamos bien. Cómo decimos las cosas. Cómo tratamos a las personas a las que queremos y a aquellas a las que queremos menos. El estilo de nuestra vida, nuestra forma de actuar, de amar, de vivir. Cómo vivimos la vida, con Jesús o sin Jesús. Vivimos como Él o desde nuestro egoísmo. Ahí está la diferencia. En el corazón. En ese sentimiento que mueve a la acción. Lo que nadie ve. Una misma decisión puede ser buena si está hecha con buena intención y oración, por amor a los más cercanos, o mala si he sido egoísta al tomarla. Jesús les dice a los discípulos cómo tienen que vivir esos días de misión. El estilo de vida ha de ser pobre y sencillo. Como hasta ahora. No tienen que llevar «por si acaso». En la vida lo hacemos muchas veces. La maleta se llena de «por si acasos». Jesús nos pide que vayamos sin hacer cálculos de previsiones por si sale mal. Nos pide vivir el hoy. Mañana recibiremos la fuerza para mañana. Eso es propio de Jesús. Jesús caminaba, curaba, compartía la mesa y la vida con quien se acercase. Sin hacer planes ni programas para mañana. Sin querer controlarlo todo ni asegurarlo todo. Un bastón, y nada más. El bastón del peregrino. Jesús es peregrino, es caminante. Vive la etapa y el momento, sabe a dónde va pero camina con el alma abierta a lo que el Padre le quiera regalar hoy. Les pide que lleven sandalias para pisar los caminos, como Él. Pero no de repuesto en la bolsa. Sólo para hoy. Les pide confianza. ¡Qué difícil cuando queremos asegurarlo todo para no perder nada! No tener de sobra nos hace pobres, necesitados de otros. Necesitaremos ayuda en el camino y que alguien nos acoja al llegar. Y si no nos acogen, no pasa nada. Seguimos nuestro camino. Podemos recibir lo que no tenemos y dar lo que tenemos. Jesús aceptaba comer y dormir con quien le abría su casa, pobre o rico, pecador o cumplidor de la ley. Para Él no había diferencias. Para nosotros sí tantas veces. Les dice a sus discípulos que hagan lo mismo que hacía Él. Que acepten de cualquiera la invitación, que se dejen acoger, sin juzgar ni escoger. Me gusta que les dice que se queden ahí, en esa casa, hasta que se vayan. Que no vayan de una casa a otra, que hagan hogar ahí. Esa es la misión.