Todas las obras de la Iglesia, tienen algo que contar. Sin duda, la Familia de la Cruz, que inició sus andanzas a partir de 1894 en San Luis Potosí (México), tiene una riqueza incalculable, porque involucra la historia de varios hombres y mujeres que se encontraron bajo el signo de la Cruz del Apostolado. Dicha afirmación es literal. Se dio un efecto en cadena que hizo que muchos caminos coincidieran con el acento de Jesús Sacerdote y Víctima. Empezó la Venerable Concepción Cabrera de Armida, laica y mística, pero cuando se dio cuenta, ya se habían sumado los Venerables Mons. Ramón Ibarra y González, P. Félix de Jesús Rougier Olanier, P. Moisés Lira Serafín, así como los(as) Siervos(as) de Dios P. Pablo María Guzmán Figueroa, H. Alfonso Pérez Larios, Mons. Luis María Martínez, M. Ana María Gómez Campos, M. Martha Christlieb Ibarrola, M. Dolores Echeverría Esperanza, entre otros. Diferentes nacionalidades, edades, habilidades, vocaciones, talentos, ideas, procesos, pero con el común denominador de haberse contagiado por el carisma sacerdotal. Lo del “contagio”, va en la línea del pensamiento del Papa Francisco, quien nos ha puesto en guardia ante el proselitismo. ¿Cuál es la diferencia? En el primer caso, es el ejemplo y, cada que es necesario, la palabra lo que cautiva, lo que convence y lanza hacia la conversión, mientras que en el segundo, lo que se busca es atraer insistiendo de una manera pesada, irrespetuosa con la libertad de cada uno. Hay que evangelizar con la congruencia y la predicación que implica una vida íntima con Dios. Concepción Cabrera, atraía por su carácter. Era una mujer que, a ejemplo de la Virgen María, sabía mantenerse en su dicho. Es decir, firme en el proyecto de las Obras de la Cruz, pero desde la obediencia al magisterio eclesial. Nada de andarse inventando su propia verdad a costa de ideologías. La firmeza le venía de obedecer. No era una obediencia absurda, ciega, sino consciente, netamente cristiana. Tenía claro que, pese a los defectos que todos los miembros de la Iglesia tenemos, la garantía viene de Cristo, quien la fundó en Pedro.
La Espiritualidad de la Cruz es básicamente participar del sacerdocio de Jesús, ofreciéndonos por la realidad que nos rodea, siendo –como decía el P. Félix- “ante todo contemplativos y después hombres de acción”. En este sentido, el Concilio Vaticano II ha profundizado lo suficiente como para que la Espiritualidad de la Cruz, llegue cada vez a más países y realidades. Lo interesante de la historia que nos ocupa es el impacto que puede producir una persona que se deja hacer y deshacer por Dios. Así como hay liderazgos negativos, centrados en el “yo”, que causan estragos, existen otras formas de liderar a partir de la congruencia y, a final de cuentas, son los que perduran, tomando parte de la eternidad con la que Dios es eterno, porque los hombres y mujeres de fe viven para siempre. El punto es volver a contagiar esa “chispa”, pero tomando en cuenta que –como decía la M. Ana Ma. Gómez- “nadie da lo que no tiene”, primero hay que impregnarse hasta el fondo del espíritu de la Cruz del Apostolado. Se trata de un signo, pero lo importante no es su estructura, sino lo que representa: un programa para que Dios nos trabaje y viva en nosotros. Claro, según la vocación de cada uno. No se pide que el sacerdote viva como laico, ni que el laico viva como sacerdote, sino lograr un complemento, evocando aquella unión de la Santísima Trinidad, pues en la diversidad son un solo Dios. La Cruz del Apostolado lo representa a través de las nubes (Padre), el corazón (Hijo) y la paloma (Espíritu Santo). Todo en perfecta sintonía.
Lo del contagio, podemos trasladarlo a otras espirituales que existen en la Iglesia. Por ejemplo, Sto. Domingo de Guzmán. Su estilo de unir la oración con el estudio en pro de la predicación, hizo que varios jóvenes, como el beato Jordán de Sajonia, se animaran a trabajar el mismo proyecto; es decir, en la Orden de Predicadores. Con San Francisco de Asís pasó lo mismo. Los miembros aumentaban considerablemente. Clara lo dejó todo porque aquel fraile le resultó coherente. Con Concepción Cabrera de Armida, sucedió algo similar. Como casada, animó el papel de los laicos, pero como una mujer con visión sacerdotal, supo poner sobre la mesa la urgencia de formar mejor a los sacerdotes, dándoles lo necesario para alcanzar un grado de congruencia significativo.
La Cruz del Apostolado, que hace las veces de una “radiografía” de la esencia de Cristo Sacerdote y Víctima, fue -y sigue siendo- punto de encuentro entre muchos. Por esta razón, vale la pena darla a conocer en el aquí y el ahora.