Había terminado la Cena (la última Cena) y el Señor comenzó la despedida. En ella les dio a los apóstoles la señal por la que quería que todo el mundo los reconociera; supiera quienes eran de verdad sus discípulos. No era un signo físico, material, sino moral, afectivo: la señal sería el amor que se tuvieran entre ellos.
Y para remachar la importancia, y calara bien en nuestras mentes, lo llamó el Mandamiento Nuevo.
¿Cómo dijo esto Nuestro Señor cuando ya Moisés, en el Levítico, lo había enunciado?
Las razones son dos:
Que era nuevo, porque Moisés lo refería sólo a los judíos entre sí. Lo más, lo extendía al forastero que viviera entre ellos. La novedad de Cristo es que no es sólo entre los judíos sino entre todos los cristianos auténticos, sea cual sea su raza o su condición.
La segunda razón es el nivel elevadísimo que impone. Nada menos que “como Yo os he amado”.
La frase, que después ─sin duda para recalcar─ repitió es la ya conocida:
“Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros”.
Y aclaró:
“Como Yo os he amado, así también, amaos mutuamente”.
Y a continuación dio la sorprendente consigna. La señal:
“En eso conocerán todos que sois discípulos míos...”.
¿Quién pensará que después de tan claro hablar, siglo tras siglo, parezca a la mayoría de sus, llamémosle, “discípulos” que esto es una bonita teoría; pero practicarla...
¡La sorpresa que se llevarían (incluidos altos dignatarios de su Iglesia) si se les dijera que la primera condición, señal, que se examinara a una asociación, diócesis, parroquia, monasterio... fuera sobre esta señal; es decir sobre el amor que se tienen entre ellos mismos!
Menuda sería la sorpresa. Y sin embargo...
Nota: fragmento extraído de los escritos del padre Miguel De Bernabé, que publicamos con su autorización, pues expresa a la perfección el rasgo de conducta del cristiano del que queremos hablar hoy: la señal.