Una parte importante de las oraciones sobre las ofrendas se dirige a implorar de Dios el fruto que se espera de esta Eucaristía celebrada. Así como antes se nos educó en la forma litúrgica de vivir, muy lejos de la secularización reinante en la liturgia (dignamente, con reverencia, con amor, servicio sagrado…), así ahora esta oración super oblata educa para saber, conocer y reconocer el para qué se celebra el sacrificio eucarístico, los fines que se suplican a Dios.
La liturgia sacramental de la Iglesia no existe, desde luego, para reforzar la conciencia de grupo, o de pertenencia a una Asociación; tampoco el fin de la liturgia es propiamente instructivo o didáctico, para inculcar valores, ideas o compromisos, como si fuera una eterna catequesis, una monótona exposición; tampoco es una terapia para sentirnos bien con nosotros mismos, buscando valores y equilibrio. Estos elementos, aunque estén muy extendidos, se sitúan bien lejos de lo que es la liturgia de Cristo y de la acción que Dios realiza –Dios, no nosotros mismos, porque Dios es el centro y protagonista de la liturgia-.
Conscientes entones de lo que es la liturgia, obra de Dios, al celebrar la Santa Misa se le implora que nos conceda unos determinados fines o efectos sacramentales, esperando que la gracia del sacramento transforma nuestra existencia por completo.
1. Purificación y renovación
El hombre nuevo, redimido por Cristo, se va a ir caracterizando por tener un corazón nuevo y un espíritu nuevo.
No faltan las adherencias y restos de nuestros pecados, ni en esta vida terrena y peregrina va a faltar la concupiscencia que, como un peso, nos arrastra hacia donde no queremos y nos dificulta llegar adonde sí queremos.
Pero al celebrar la Santa Misa, con su valor redentor, oramos y pedimos una purificación interna, una renovación de todo nuestro ser; así pedimos en la oración sobre las ofrendas:
Celebramos y participamos del sacramento de la Eucaristía porque necesitamos ser purificados y renovados, y esto es una larga tarea que el hombre no consigue por sí mismo ni por sus propósitos y compromisos. Es obra de la gracia.
Acudir a la santa Misa es reconocer ante Dios y ante los hermanos la necesidad de esta purificación, de esta renovación, ya que la Eucaristía no es un premio para los dignos y perfectos (como decía el jansenismo), sino un remedio a nuestra debilidad[3].
Necesitamos cambiar y solos no podemos lograrlo: nuestra naturaleza humana no puede reformarse ni curarse ni salvarse por sí misma. Quienes así piensan hacen inútil la cruz de Cristo. Es Dios quien puede redimirnos y, por ello, purificarnos internamente, transformando el corazón. Es su poder eficaz, no nuestra capacidad:
Participar en el sacrificio eucarístico, ofrecer y ofrecerse, unirse a Cristo y estar dispuesto a recibir su gracia, significa permitir que el misterio pascual del Señor en la Eucaristía vaya purificándonos y, con ello, estrenando la novedad y la hermosura de la vida cristiana:
“Escúchanos, Dios todopoderoso, tú que nos has iniciado en la fe cristiana, y purifícanos por la acción de este sacrificio”[6].
Y asimismo reza la Iglesia:
“Tú, Señor, que eres la fuente de este sacrificio, purifícanos con su eficacia para que lleguemos más limpios a ti”[7].
Si no necesitan médico los sanos, sino los enfermos, la participación en el sacrificio eucarístico revela hasta qué punto, como enfermos, necesitamos de la purificación del corazón. La Misa nos purifica, no resulta ser algo exclusivo para puros y perfectos, para comprometidos y activistas, pagados de sí mismos.
Al mismo tiempo, suplicar que Dios purifique el corazón por el sacrificio de la Eucaristía, significar reconocer el primado de Dios y de la gracia en la liturgia. Ésta sólo tiene un centro y protagonista: el Señor; si lo fuéramos nosotros, los hombres, la asamblea o el grupo, no necesitaríamos ser purificados. Pero pedir que Él nos purifique es empequeñecernos, tomar nuestra propia medida, dejar de exaltarnos y celebrarnos a nosotros mismos –como hace esa versión secularizada de la liturgia que muchas veces padecemos- y situarnos humildes ante la acción de Dios mismo.