Si la mirada al misterio de la Iglesia fuese solamente natural, sociológica, con perspectivas humanas, en ella buscaríamos sólo lo útil, es decir, la miraríamos como una organización humana más, cuyos miembros estarían cualificados según los "compromisos" y las tareas que asuman para hacerla dinámica, viva, caritativa. Es decir, sólo estarían en la Iglesia los miembros "comprometidos" ya que la Iglesia serviría sólo para hacer cosas, especialmente caritativas, sociales, etc.
 
Sin embargo, la Iglesia, con elementos visibles y con la organización que requiere un Cuerpo vivo como éste, el Cuerpo místico de Cristo, posee dimensiones sobrenaturales, místicas, invisibles. Quien más hace, tal vez, no es el más "comprometido" en lo social, en Cáritas o en las misiones, sino el contemplativo, la persona orante, el enfermo en su casa. La valoración que haya que hacer entonces será muy distinta; el criterio es el sobrenatural.
 
La Iglesia, el Templo del Dios vivo, la morada de Dios entre los hombres, está continuamente edificándose con piedras vivas y santas; cada bautizado es una piedra viva, diferente y única a la vez: el ministerio ordenado, la vida consagrada, el padre de familia, la persona que visita enfermos, un catequista, un salmista, un cantor, el ama de casa y la abuela con sus nietos, el misionero, el profesional en su trabajo... y también los enfermos y los ancianos que ya no pueden salir de casa. Todos están en la Iglesia edificándola, cada cual en su estado de vida, en su vocación, en su carisma y con las circunstancias concretas.
 
Los enfermos en la Iglesia tienen su lugar y su vocación propia, y viviendo en Cristo, están edificando la Iglesia tanto como cualquier otro "más activo" o "más comprometido". Su ausencia visible de la comunidad cristiana por la enfermedad no es desaparición de lo invisible de la Iglesia, sino un modo nuevo de entrar en el Misterio de la Iglesia.
 
"La Iglesia es, por esto mismo, la matriz de las vocaciones, la oficina de reclutamiento, podríamos decir, para los hombres en busca de un motivo por el que valga la pena vivir, buscar, amar, actuar, sufrir, morir. 
 
Nadie, en la Iglesia, está ocioso, nadie es inútil, nadie está desocupado, nadie sin vocación, nadie tiene ante sí un vacío de ideales, una ilusión de fatiga; nadie está despistado ni desesperado. Y es un hecho que con frecuencia las existencias más míseras se convierten, mediante la vocación cristiana, en las más dignas y preciosas: los pequeños, los pobres, los que sufren.
 
La Iglesia ofrece a cada uno "algo que hacer" que confiere sentido, valor, dignidad y esperanza a la existencia humana. 
 
Cada uno es llamado, cada uno es valorado, incluso para la vida presente, si ésta lo es para la futura. 
 
¡Qué riqueza de ideales y de energías se derrama así en el mundo!" (Pablo VI, 17-noviembre1971).
 
La Eucaristía es el gran sacramento de la Comunión eclesial; en ella convergen todos sus miembros, en ella están contenidos todos los miembros de la Iglesia. Y esto de un modo particular: se ofrecen con Cristo ofrecido, se entregan con Cristo entregado.
 
La Eucaristía es la gran ofrenda de todos y cada uno de nosotros junto con el Señor para gloria de Dios Padre. Los enfermos, en este misterio de comunión, están presentes de una manera especialísima al ofrecer con Cristo sus dolores y dificultades físicas, morales y espirituales:
 
"¿Comprendéis ahora qué es la comunión y qué es lo que realiza en vosotros la Eucaristía cuando la recíbís? Es la fusión de vuestro sufrimiento con el de Cristo. Cada uno de vosotros puede repetir con más razón que cualquier otro fiel que comulga, las palabras de san Pablo: "me alegro de mis padecimientos... suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo" (Col 1,24).
 
Sufrir con Jesús. ¡Qué dicha!, ¡qué misterio!.
 
He aquí una grandísima novedad: el dolor ya no es inútil, si nuestro dolor unido al de Cristo consigue algo de su virtud expiadora, redentora, salvadora. Comprendéis ahora por qué la Iglesia honra y quiere tanto a sus enfermos, a sus hijos desafortunados. Porque ellos son Cristo sufriente, el cual, precisamente por su pasión ha salvado al mundo.
 
Vosotros, queridos enfermos, podéis cooperar a la salvación de la humanidad, si sabéis juntar vuestro dolor, vuestras pruebas, a las de Jesús" (Pablo VI, Hom. solemnidad Corpus Christi, 10-junio1971).