Provengo de una familia de padres que en cuestiones de fe han sido "tradicionales". Trataban de transmitirnos la fe sin adulterarla ni edulcorarla. Para mí era una fe que carecía de atractivo, y que me parecía totalmente desfasada y por eso la di de lado durante mi adolescencia.
El Señor quiso que tuviera una experiencia de su amor que me hizo convertirme y empecé a tener fe. Es una fe viva, en Jesucristo, el Señor vivo, que dio su vida por mi y me cambió la vida. Para mí fue un renacer.
Los contenidos dogmáticos y morales de la fe de mis padres me seguían pareciendo vacíos frente a la fe viva que acababa de descubrir. Sin embargo, soy una persona muy racional y bastante escéptica, por lo cual fui analizando todos los contenidos de la fe que acababa de abrazar.
El estudio de la teología me ayudó. Fui analizando y razonando el contenido de la fe, llegando al fondo de las preguntas que se me planteaban y también llegando al fondo de las consecuencias morales que se derivaban de la fe en Jesucristo y en su Iglesia.
Así fue como mi fe reestructuró mi mente y después mis convicciones morales. Paradójicamente, llegué a las mismas conclusiones que mis padres me habían tratado de transmitir. Quizá, pensé, no eran tan tradicionales después de todo.
El ambiente eclesial en que se desarrolló mi vocación, bajo los pontificados de JPII y de BXVI era un ambiente de comunión, claridad doctrinal y ardor por la verdad, teológica y moral del Evangelio. Como converso, nunca experimenté a esa Iglesia como lejana.
Era yo el que había estado lejos de ella, depositaria de la fe y la verdad, debido a mis prejuicios y al influjo de la sociedad. Pero el Señor me llamó, me acercó y me cambió. Pronto comprendí que no poseía la verdad, pero sí la conocía y estaba llamado a ser testigo de ella.
Así han transcurrido los primeros años de mi vida sacerdotal, con unos frutos, sobre todo entre los jóvenes, que le agradezco de corazón. Sin embargo, de un tiempo a esta parte estoy asistiendo a un fenómeno que me resulta muy extraño.
Verdades de fe asentadas de un modo definitivo se ponen de nuevo en duda, orientaciones morales que se habían definido se intentan conculcar, y se consideran secundarios aspectos de la fe y de la vida de la Iglesia que se consideraban esenciales.
Yo llegué "por mi cuenta" en su momento a la verificación del contenido de mi fe y de sus consecuencias, por lo cual nadie puede decirme que fui formado en una fe radical o tradicionalista. Venía de ella y en cierto modo la aborrecía.
Simplemente hice mi propio camino, y he de decir que yo solo, para verificar mi propia experiencia. Por lo cual cuando hoy se están proponiendo de nuevo estas tesis desfasadas y superadas, me siento profundamente extrañado, sobre todo cuando se hace en aras de la libertad.
La libertad en sintonía con la verdad es lo que me ha llevado a la conversión y a la comunión con la Iglesia. Disentir de ello es un ejercicio que muestra poca racionalidad, y una comprensión de la libertad ajena a la verdadera fe.
Al principio esto simplemente me molestaba un poco, pues parecía solo un movimiento marginal y pasajero. Pero se está haciendo costumbre, hasta llegar incluso a que pastores, obispos y cardenales de mi amada Iglesia empiecen a ceder a ese tambaleamiento del contenido de la fe.
De pronto me hallo entre los llamados "tradicionales", cuando no me he movido desde mi jovial conversión, salvo en el sentido de actualizar la fe a las nuevas situaciones, por supuesto. No solo eso.
Con cierta perplejidad, asisto a una cierta presión que se ejerce para que los sacerdotes entremos en esa dinámica que considera contenidos de la fe como secundarios y temas morales definidos como discutibles.
Asisto a otra paradoja. A los sacerdotes que obedecemos porque creemos en la Iglesia se nos insta a obedecer a ciertos aspectos del magisterio cuando conviene, mientras que a los que no obedecen ni aceptan la autoridad de la Iglesia no se les dice nada frente a sus faltas.
El Magisterio se convierte de pronto en un arma contra los sacerdotes que lo abrazamos con amor, mientras otros sacerdotes que no predican lo que predica la Iglesia hacen impunemente lo que es su interpretación subjetiva de la fe, sabiendo que no les van a reprochar.
Y no lo van a hacer porque ellos no aceptan la autoridad de quienes no estén de acuerdo con sus postulados. Caemos entonces en la paradoja de que los que queremos hacer las cosas bien somos corregidos cuando hacemos algo inadecuado por ignorancia...
...mientras los que hacen las cosas mal permanecen impunes y se mantienen en sus actitudes a sabiendas, conscientes de que no van a recibir corrección alguna. Podría poner ejemplos leves, como la obligatoriedad del alzacuellos, o graves, como la moral sexual y la bioética.
Algo no estamos haciendo bien. Esa intuición leve que tenía hace unos años se me hace ahora una evidencia. Los pastores tenemos que hacer una reflexión sobre los fundamentos de nuestra experiencia de fe, sus contenidos, implicaciones morales, y abrazar la verdad que se nos regala
No somos poseedores de ella, sino testigos, y no la podemos cambiar a nuestro antojo ni al antojo de las modas. Estamos retrocediendo, y quien lo paga es el pueblo de Dios y los sacerdotes que queremos ser fieles a la Iglesia. Dolorosa paradoja.
Escribo esto con el ánimo de que ayude a mis hermanos sacerdotes y - ojalá - a algún vicario y obispo. Y animando a los laicos a mantenerse firmes en la fe a pesar de las turbulencias. Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre. No os dejéis arrastrar por doctrinas extrañas.