Una antífona del Oficio de lecturas reza: "Dios mío, con sincero corazón te lo ofrezco todo" (Sábado I del Salterio). ¡Todo! Porque todo, con sincero corazón, puede ser ofrecido y aportado junto a Cristo para su obra, para la causa de la salvación de los hombres.
 
 
En la vida y en la muerte somos del Señor, también, por tanto, en todas las circunstancias: en el trabajo y en el descanso, en la acción y en la contemplación, en la salud y en la enfermedad; todo es de Él y por nuestro ofrecimiento libre, consciente, amoroso, se lo depositamos en sus manos para que Él haga lo que quiera, reparta de lo nuestro a quien quiera.
 
Lo importante, al ofrecer, es hacerlo con "sincero corazón", esto es, aceptando lo que se es y lo que se vive con suma paz (con la mayor paz posible) y entregarlo.
 
 
"Las curaciones corporales de Jesús son siempre signos de sus liberaciones espirituales (que tienen lugar prolépticamente [= anticipadamente] de acuerdo con la cruz). La aceptación paciente de penosos sufrimientos y de la muerte puede ser para el reino de Dios más fructífero que la salud recuperada (cosa que también puede suceder gracias al médico" (VON BALTHASAR, H. U., Teológica 3. El Espíritu de la Verdad, Encuentro, Madrid 1998, p. 391).
 
Esta aceptación paciente -de padecer y de padecer con paciencia- lleva a la ofrenda con sincero corazón en las manos del Señor. Entonces, para todo el Cuerpo místico, cada pequeña ofrenda es un bien y alcanza limites insospechados que el propio oferente desconoce. Su ofrenda sabe que es eficaz porque está en las manos de Dios, pero ignora adónde llega y a quién beneficia. Y, sin embargo, sabe que llega más allá de lo que uno puede imaginar.
 
"Todo dolor y todo sufrimiento pertenecen esencialmente a la temporalidad, que, si se compara con la ´sobreabundancia de la eterna gloria´, es una ´tribulación momentánea y ligera´ (2Co 4,17). Pero la ´prueba´ y la ´purificación´ no son características exclusivas de la experiencia cristiana, pues ambas aparecen también en la antigua alianza.
 
En la medida en que, desde una perspectiva cristiana, la tristeza y la tribulación son un participar en la pasión de Cristo, están destinadas a ser transmitidas: la experiencia del sufrimiento adquirida por cada uno no es algo a aprovechar privadamente, sino en la comunión de los santos, no sólo porque hace posible que otros aprendan a sufrir cristianamente, sino también porque aporta un consuelo en medio de este sufrimiento, al igual que la ´incomparable participación en la pasión de Cristo´, ayuda al apóstol a soportar la tribulación y, a la vez, constituye un consuelo para él (2Co 1,4-7)...
 
 
Toda participación en la pasión del Señor está destinada a ser comunicada a los demás. Es fundamental, pues, que, al igual que en el creyente que participa de Cristo, sufrimiento y consolación van indisolublemente unidos, su traducción en la Iglesia y en el mundo no se reduzca unilateralmente a ´consuelo´ (entendido, por ejemplo, en el sentido de un ´ahorrar sufrimiento´); ha de ser, al mismo tiempo, un completar al interior de la Iglesia los padecimientos de Cristo ´por su cuerpo, que es la Iglesia´ (Col 1,24)" (Id., La verdad es sinfónica. Aspectos del pluralismo cristiano, Encuentro, Madrid 1979, pp. 133134).
 
Nada en la Iglesia es solitario y privado, pensando únicamente en sí. Lo católico marca el corazón de tal manera que cualquier elemento de nuestra vida redunda en beneficio de los demás.
 
Lo que se vive, cuando es ofrecido, alcanza dimensiones católicas. Todo en nuestra vida está destinado a ser comunicado a los demás en el seno de la Comunión de los santos.
 
Cuando se vive así, se ha entregado todo al Señor con sincero corazón en cada momento, en cada jornada. Siempre será un bien precioso para toda la Comunión de los santos.