La originalidad del culto cristiano está en que no se ofrecen ni cosas simbólicas-inventadas, exteriores a uno mismo, sino que es un culto en Espíritu y Verdad (cf. Jn 4,23), en el que está implicada la persona cristiana, su corazón, su existencia toda.
Ya san Pablo exhortaba a ofrecerse a sí mismo como hostia viva, santa, siendo éste el “culto racional”, el “culto razonable” (Rm 12,1). Al celebrar la Eucaristía, y presentar los dones eucarísticos, es la propia vida la que se pone en el altar para ser transformada en Cristo, para ser ofrenda permanente entregada a Dios.
Hermosamente lo explicaba Benedicto XVI en la exhortación Sacramentum caritatis:
“La Celebración eucarística aparece aquí con toda su fuerza como fuente y culmen de la existencia eclesial, ya que expresa, al mismo tiempo, tanto el inicio como el cumplimiento del nuevo y definitivo culto, la logiké latría. A este respecto, las palabras de san Pablo a los Romanos son la formulación más sintética de cómo la Eucaristía transforma toda nuestra vida en culto espiritual agradable a Dios: “Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable” (Rm 12,1). En esta exhortación se ve la imagen del nuevo culto como ofrenda total de la propia persona en comunión con toda la Iglesia. La insistencia del Apóstol sobre la ofrenda de nuestros cuerpos subraya la concreción humana de un culto que no es para nada desencarnado… La doctrina católica afirma que la Eucaristía, como sacrificio de Cristo, es también sacrificio de la Iglesia, y por tanto de los fieles. La insistencia sobre el sacrificio –“hacer sagrado”- expresa aquí toda la densidad existencial que se encuentra implicada en la transformación de nuestra realidad humana ganada por Cristo (cf. Flp 3,12)” (n. 70).
Así pues, lo importante ya no serán esas ofrendas casi folclóricas, de elementos simbólicos e inútiles, sino la oblación de uno mismo junto con Cristo, el ofrecimiento incondicional y absoluto de la propia existencia –sintetizados en el pan y vino que se consagrarán-.
Esta perspectiva, sin duda, es más honda e impactante y provoca una verdadera participación activa e interior en la liturgia que la larga lista, tan imaginativa, de cosas que se llevan al altar. Así lo subrayarán, una y otra vez, distintas oraciones sobre las ofrendas:
Es un sacrificio espiritual, y no material, porque es la persona misma de los oferentes la que entrega su espíritu y su alma, su corazón y sus afectos, todo su ser, en el altar con Cristo y como Cristo para ser una oblación perenne a Dios: ya pertenecen sólo a Dios, son del Señor, obedientes y disponibles a su voluntad.
La ofrenda de los dones eucarísticos es signo de la propia vida del cristiano que se entrega incondicionalmente a Dios porque quiere vivir una vida santa:
Es de este modo como llegamos a una comprensión más honda del sacrificio eucarístico; tiene mucho que ver con la vida de quienes participan, ya que se están ofreciendo ellos mismos a Dios. ¡Aquí tocamos el sentido más profundo y real de la “participación” (que no es intervenir y hacer cosas, sino ofrecerse a sí mismo a Dios)!:
“Abrasa nuestros corazones, Señor, en aquel fuego del Espíritu Santo con que san Alfonso María celebraba estos misterios y se ofrecía a sí mismo como hostia de alabanza”[5]; “te presentamos, Señor, nuestros dones, pidiéndote humildemente que, a ejemplo de san Maximiliano María, sepamos ofrecerte nuestra vida”[6].
Toda esta ofrenda del sacrificio espiritual de uno mismo, la participación verdadera en la liturgia, la vivencia renovada de la celebración eucarística, será posible si se une a Cristo, si la liturgia nos une a Cristo con amor y no nos dispersa en discursos o en una perspectiva meramente horizontal, un horizontalismo donde la asamblea-comunidad se celebra a sí misma y se motiva con alguna proclama moralista o de compromiso.
La clave es vivir la liturgia con amor, unidos estrechamente a Jesucristo:
Así, ofreciéndonos y muy unidos a Cristo, en el altar presentamos los dones con alegría y gozo: “rebosantes de gozo pascual, celebramos, Señor, estos sacramentos”[9]; de lo visible pasamos a lo invisible en la liturgia, levantando el corazón –como luego se nos invitará en el prefacio-: “que la participación en este misterio eleve nuestro espíritu a los bienes del cielo”[10].
Las oraciones sobre las ofrendas del rito romano nos han conducido a una comprensión mejor de la verdadera naturaleza y contenido de la participación en la liturgia: con dignidad, reverencia, conscientes de ejercer un servicio sagrado, humildad y fe, unión con Cristo, para ofrecernos con Él.
A la pregunta: “¿Cómo vivir la liturgia?”, las oraciones sobre las ofrendas nos han dado suficientes respuestas. La liturgia, una vez más, se muestra como maestra de vida espiritual y escuela del verdadero espíritu cristiano.
Todo conducente al gran fin de la participación litúrgica verdadera, según el Concilio Vaticano II: “aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él” (SC 48).
[1] OF XVIII Tiempo Ordinario.
[2] OF Votiva Espíritu Santo, B.
[3] OF III Domingo Adviento.
[4] OF I Domingo Cuaresma.
[5] OF 1 de agosto, S. Alfonso María de Ligorio.
[6] OF 14 de agosto, S. Maximiliano María Kolbe.
[7] OF XXIII Tiempo Ordinario.
[8] OF Votiva del Sgdo. Corazón.